La simbología que adquirieron los cadáveres de grandes líderes políticos, sociales o artísticos llevó a transformarlos a lo largo de la historia en verdaderas reliquias y, como tales, sufrieron diferentes periplos antes de finalmente descansar en paz.
La veneración por las reliquias tiene antecedentes en muchos pueblos antiguos. Los incas, por ejemplo, conservaban a sus antepasados a través de la momificación y cada tanto veneraban sus restos a través de rituales. Algunos cronistas dejaron sus impresiones al respecto en tiempos de Conquista: "Yo confieso mi descuido -escribió el Padre Maestro Acosta-, que no los miré tanto, y fue porque no pensaba escribir de ellos; que si lo pensara, mirara más por entero cómo estaban y supiera cómo y con qué los embalsamaban, que a mí, por ser hijo natural, no me lo negaran, como lo han negado a los españoles, que, por diligencias que han hecho no ha sido posible sacarlo de los indios". "Tampoco eché de ver el betún -expresa el Inca Garcilaso-, porque estaban tan enteros que parecían vivos, como Acosta dice. Y es de creer que lo tenían, porque cuerpos muertos de tantos años y estar tan enteros y llenos de sus carnes como lo parecían, no es posible sino que les ponían algo; pero era tan disimulado que no se descubría".
Del otro lado del mundo el celo por los restos humanos comenzó en Babilonia. Según una de las tantas leyendas -a veces contradictorias- que rodea a aquel pueblo, la reina Semíramis ejercía su poder apoyándose en su esposo, pero cuando este murió lo hizo apoyándose en los restos de su esposo, ordenando a todos que los idolatraran. Fueron los romanos quienes tomaron la posta y en tiempos del cristianismo, los restos de supuestos santos se volvieron un negocio, aunque en realidad no pertenecían a los mismos.
Así, por ejemplo, existían numerosas manos atribuidas a alguno de ellos en diversas iglesias o santuarios de Europa. “Aproximadamente en el año 750 -explica el historiador italiano Ferdinand Gregorovius-, largas filas de vagones venían constantemente a Roma trayendo enormes cantidades de calaveras y esqueletos que eran ordenados, etiquetados y vendidos por los papas. ¡Los sepulcros eran saqueados por las noches y las tumbas dentro de las iglesias eran vigiladas por hombres armados!”.
Adentrándonos bruscamente en la historia de nuestro país, no podemos dejar de referir a Juan Manuel de Rosas. Para el Restaurador, a diferencia de los devotos, conservar despojos corporales de sus enemigos era una demostración de poder. Así, la saña no finalizaba tras la muerte: se tomaban partes del cadáver y las disecaba como trofeos bestiales. En su sala, sobre el piano, expuso durante años las orejas del coronel Facundo Borda y le llegaban cabezas de distintas partes del país.
Cuando el 9 de octubre de 1841 en Jujuy, finalmente cayó Lavalle, conseguir su cabeza para Rosas se volvió una obsesión. Días más tarde, Manuel Oribe le escribía exultante, confirmando la muerte del "salvaje asesino". Inmediatamente dirigió algunas palabras a Claudio Antonio Arredondo, gracias a las que conocemos parte de la situación: "Sus soldados -dice Oribe- pudieron arrebatar su cadáver y echarlo encima de una carga emprendiendo su fuga tirando a la Quebrada de Humahuaca, a muy corta distancia los persigue una de nuestras partidas con el interés de cortarle la cabeza. (...) la misma que espero por momentos". Los federales se quedarían esperando.
En andrajos y hambrientos, los soldados de Lavalle pusieron a salvo los restos del general al que, para ese entonces, sólo los unía la admiración; pues no tenía modo de resarcirlos hacía largo tiempo. Escaparon con el cadáver hacia Bolivia.
Poco habían recorrido cuando la descomposición del cuerpo los obligó a detenerse y descarnarlo. Entre todos decidieron que fuese el francés Alejandro Danel porque, aunque coronel, era hijo de un médico y eso bastaba: "Me acerqué al rancho de una familia Salas –escribió Danel años más tarde–, hacia la derecha del camino, pedí salmuera y un cuero en el que, con los ojos llenos de lágrimas extendí el cadáver de mi amado general, ya en completa corrupción, y como Dios me ayudó, es decir del mejor modo que pude, hice aquella piadosa autopsia, sin otro instrumento de cirugía que mi humilde cuchillo –recordando sí, que era hijo de un médico notable, y que debí ser médico yo mismo, a haber nacido con mucho menos fuego en el alma–".
Posteriormente lavaron los huesos en el río, secándolos muy bien antes de guardarlos, mientras el tejido putrefacto fue sepultado en una capilla cercana. Algunos soldados arrebataron cabellos de la ensangrentada barba del general, para conservarlo siempre a su lado. Luego de que la cabeza fuese mojada en salmuera y envuelta, siguieron rumbo a La Paz. Los sabuesos del Restaurador llegaron al amanecer y desenterraron las vísceras, pero al no hallar la cabeza continuaron su caza. Jamás pudieron alcanzarlos.
Otra de las cabezas que escapó a Rosas fue la de Marco Avellaneda, padre del presidente, ejecutado por órdenes del bonaerense. Colocada en un pozo, en medio de una plaza céntrica de Tucumán, fue robada por una vecina que la entregó a una agrupación religiosa. Nicolás Avellaneda era entonces un niño de cuatro años y siendo presidente recibió aquella reliquia paterna. Un singular momento se dio poco después.
A fines de 1877, al morir Adolfo Alsina. "Sus funerales -cuenta el francés y contemporáneo Ebelot- fueron un duelo público. La pompa oficial con sus salvas y sus uniformes, se perdía en la imponente manifestación de los lamentos del pueblo. Esta emoción tan profunda es el más bello elogio hecho al doctor Alsina y la explicación de su poder. Lo obedecían porque lo amaban". Remata informando que entonces algunos cortaron mechones de su melena para guardarlos como recuerdo, mientras que otros lo perfumaron y vistieron.
Podríamos pensar que este tipo de sucesos son propios de épocas lejanas. Sin embargo, en el siglo XX encontramos otros ejemplos. Forzosamente debemos aludir a Eva Duarte de Perón, cuyo cadáver era embalsamado en la CGT al producirse el golpe de Estado que derrocó a Perón. Al hallarlo, los militares terminaron enviándolo a Italia y enterrándolo bajo otra identidad durante largos años. Pero no era el único cadáver oculto en Italia. El cuerpo de Benito Mussolini fue rescatado de la turba asesina por algunos de sus admiradores y tras 12 años devuelto por el gobierno italiano a su familia.
Claro que no todos fueron casos en los que la devoción o la simbología política movieron a estos "captores morbosos". Los restos de Charles Chaplin, fallecido en Suiza hacia 1977, fueron robados por un grupo de maleantes que exigió a la familia un rescate. Su viuda se negó a darles un centavo y la policía terminó encontrándolo.
Como vemos, detrás de todo gran hombre -o mujer- está su cadáver, y muchos vieron en él un modo de no dejarlos ir.