Mendoza. 25 de abril. Día 37 de aislamiento D.V.
Ya empecé a quedarme en el mismo día cada vez. Vuelvo a lo conocido, a lo que no puedo soltar porque la incertidumbre estremece. Salto temporal que me lleva en un pase inexplicable al idéntico instante en que estuve antes. Pero, a la vez, no es igual. Es un renacer.
Me di cuenta del fenómeno cuando empecé a escribir este texto y conté el día de hoy como “36” en aislamiento. Eso fue ayer. Tuve que constatar y aún así la sensación es “36”, no “37”. Un “36” nuevo, pero “36”.
El descubrimiento me dejó anonadada. Hasta ahora no me había pasado esto de quedarme en un mismo día durante varios. Sí la confusión, sí la necesidad de mirar la hora o el calendario. Pero persistir en un día, reiterarlo, querer quedarme en él; no. Eso es un nuevo síntoma del encierro.
No fue solo este detalle. Ya en la mañana cuando hacía los minutos de yoga antes del desayuno tuve el dejá vu. Aunque comprendí que no es exactamente eso. Por que no pienso: “esto ya lo viví” sino “esto ya lo viví pero ahora pasa distinto”. La misma Malova grabada, la misma pose de la cobra; pero nuevas.
Como ya es habitual en el encierro, rebobiné. Volví en mis pasos al interior de la mente. Revisé las huellas de mi emoción. La intención era detectar la raíz de esta sensación, un deseo imperioso de quedarse como el rebotar de la pelota en el mismo punto. La pelota no es la misma en cada salto: acumula las consecuencias del impacto.
El primer indicio que llegó fue el de anoche. Estuve enredada en una charla telefónica sobre geopolítica, cómo quedará el mundo, qué será de nosotros. Todos hablamos de eso y nadie encuentra una respuesta; pero hablamos. Como si poner el miedo en palabras lo rodease de certeza.
Llevo días y días de videochats, charlando. Como la pelota, siempre en el mismo lugar pero marcada por el rebote.
Hoy ya más concentrada en este pensamiento del tiempo avanzando para volver al mismo lugar, entendí que no es algo que se inició de pronto. Fue paulatino.
Viene atado a las palabras, a los recuerdos de la vida que tuve y ya no será, de estados afectivos vividos pero que han cambiado en el encierro. Un pasado que no es pasado sino un nuevo presente: extraño, inédito, perpetuo; y que contiene todo lo que antes fui.
Sacudí la cabeza, bajé para hacerme los mates y me dije que “basta de filosofía berreta que no me lleva a ninguna parte”. La pelota, el piso, el rebote.
Hoy fui de nuevo a por víveres. Esta vez tocó celíacos. Soy clienta habitual, hablo bastante con la vendedora. Una piba joven, militante feminista moderada. Una piba con la cabeza de su generación pero con carácter cordillerano: medido, escueto, rocoso.
Charlamos. Recordamos la marcha del 8 de marzo -fue la última multitud en la que estuvimos-. Nos lamentamos por la imposibilidad de pensarla a futuro. Especulamos con la horita de gimnasia que el gobierno nos daría a partir de mañana. Reflexionamos sobre el control.
Otro pique de la pelota en el lugar me depositó en la computadora para hacer mi trabajo. Ya había disfrutado del día de sol, de la tibieza del aire, de las piernas en movimiento. Podría afrontarlo.
Para acompañar el tránsito por la monotonía del cintillo, la volanta y la bajada de una nota puse música. Elegí ese disco inmenso de Joan Manuel Serrat -al que ya no escucho hace años-: “Miguel Hernández”.
Qué poeta de la hostia es Hernández. Qué palabras, qué pelotas dúctiles e inteligentes para asimilar el golpe del rebote en el mismo sitio.
Estaba yo reescribiendo un título y sonó la música: “Menos tu vientre/ todo es confuso/ Menos tu vientre/ todo es futuro fugaz/ pasado baldío y turbio/ Menos tu vientre/ todo es oculto/ Menos tu vientre/ todo inseguro,/ todo postrero/ Polvos y mundo/ Menos tu vientre/ todo es oscuro/ Menos tu vientre/ claro y profundo”.
Mi vientre-casa es hoy un poema de Hernández.
Dejé que las lágrimas corrieran libres mientras escuchaba y escribía. Siempre este disco “Miguel Hernández” me hace llorar de emoción. No es tristeza sino la belleza que estremece. Sus palabras precisas.
A la mitad de la canción tuve que parar. Parar de trabajar. Solo escuchar, solo dejarme llevar por la canción perfecta. Ese vientre me recordó a otro. El de la amiga que amo y está hoy en Barcelona haciéndole frente al virus: migrante, sola, aislada, en exilio voluntario.
Ella me regaló este disco hace años. Toda ella vino a mí.
Hemos estado hablando durante el aislamiento, mucho. Pero esta que vino fue la otra. La que era antes. La miré, la reconocí, la sentí querida como siempre y la supe nueva.
Ella es otra y la misma, como este poema de Hernández escrito en los años de la Guerra Civil Española. Un tiempo en puro pasado reactualizado en la carne desnuda del presente.
Cuando pasó el instante de emoción me pregunté por qué había elegido ese disco para escuchar. De verdad hace años que Serrat no forma parte de mi playlist. “¿Por qué volvió ese disco a mí?”, insistí. Qué otra cosa sino pensar se puede hacer en aislamiento.
Puro impacto. Anoche, en esa charla de geopolítica sin sustento, me dijeron: “nunca es más cierto que ahora ese poema de Machado que dice ‘se hace camino al andar’”.
Busqué la letra para leerla completa. La encontré en otra canción de Serrat: “Todo pasa y todo queda/ pero lo nuestro es pasar/… yo amo los mundos sutiles/ ingrávidos y gentiles/ como pompas de jabón/… caminante son tus huellas/ el camino y nada más/ caminante, no hay camino/ se hace camino al andar/ Al andar se hace camino y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar...”.
Hoy, en pleno encierro y con el virus al acecho, me he vuelto el poema de Machado.
La pelota sigue rebotando y en su retorno acusa las huellas de la poesía. Es la misma y es otra. Una que es y a la vez ya no será.