Mendoza. 17 de abril. Día 29 de aislamiento D.V
Esta mañana, cuando me levanté: lo supe. Si antes desconocía el futuro ahora ese lapso temporal es una incógnita que encierra un puro significante.
Futuro, palabra que no engloba ningún contenido.
No fue una sensación de angustia. No fue tampoco la idea catastrófica de la amenaza. Fue la certeza.
Quiero decir: abrí los ojos, me fui al baño, me puse linda según el criterio personalísimo de lo que es “ser linda”, el desayuno fue un mimo que sentí merecido, hice click en la clase de Malova sobre estiramientos. Elongué mis músculos, salté un rato, bailé más. Y así. Contenta, plácido.
En todo ese tránsito de la mañana de encierro que a casi un mes siento como estructura contenedora, sobrevoló la idea de futuro sin trauma.
Algo así como el hoy es más hoy que nunca. Un hoy que ni se roza con la celebración de Fukuyama y su anticuada noción de posmodernidad. Nos hizo temblar en los ‘90. Ya está muerta. Es pasado.
El hoy es el juguito de naranja que todavía me puedo tomar. El cuerpo que responde a los ejercicios, el sol que brilla precioso y predispone. Todo mínimo. Tan mínimo que es imposible proyectarlo más allá del instante. Y por eso altamente disfrutable, intenso.
Sin futuro no hay angustia. Elegí hoy sujetarme a esta certeza provisoria porque en unos minutos sería pasado.
Esta mañana, mientras jugaba a saltar, me acordé de una noción temporal muy poética de los pueblos originarios. El futuro no es lo que está adelante sino lo que llevamos atrás. Todo depende de dónde y cómo nos ubiquemos en relación a esa línea que dibujamos para graficar nuestro estar en el mundo.
Explico: la imagen convencional del tiempo lineal pide un “hacia allá vamos” -el futuro- y un “quedó atrás” -el pretérito-. Para algunas culturas andinas el pasado lo tenemos por delante y nuestros ojos lo pueden ver mientras va pasando, mientras que el futuro no lo conocemos, vamos caminando hacia él a ciegas. Está a nuestras espaldas.
El futuro nos empuja, entonces. El pasado se vuelve presente en el mismo instante. Juegos mentales que tal vez no lleven a ningún lado.
Pero como esta mañana no tengo a dónde ir, igual que las 28 anteriores de mi vida ya acontecida, la inmersión en esos devaneos internos me resultaron entretenidos.
Tenía claro que se trataba casi de una fórmula matemática: invertir los términos para llegar al mismo resultado: el suspenso. La panzada que se hubiera hecho Hitchcock con este mundo que no llegó a conocer.
Ese estar en suspenso, aunque hacía cositas muy cotidianas, me duró la mitad del día. Si tuviera que hacer un recuento de las acciones dignas de mención según los estándares que antes teníamos no daba la talla.
Pero hoy es otro tiempo. El virus es esa mano inmensa que mueve los hilitos de la marioneta que es el planeta todo. Yo, por ahora, suspendida.
Así, contar lo que hice durante el día era insignificante. Regué una planta, armé una huertita de aromáticas a futuro que, como ya sé, no conozco. ¿Crecerá?. Tuve encuentros afectivos de todo tipo; siempre virtuales.
Abro paréntesis.
Sorprendente cómo la calidad y la índole de los encuentros con otros puede ser tan diversa. No es nada nuevo, antes de la cuarentena ya lo era. Yo no me había percatado.
Los momentos de lucidez en esta época se me revelan en aspectos que antes daba por sentados.
Mi cabeza, la porción del cuerpo más activa durante el encierro -otra obviedad que inmediatamente se convierte en iluminación- se particionó en múltiples tipos de intercambios humanos distintos. En paralelo, al unísomo casi. Yo, la misma, disgregada en muchos, muchos, roles. Todos los personajes sobre la mesa jugando al mismo tiempo. Notable.
“Eso antes era imposible”, pensé mientras practicaba esas gimnasias relacionales. Como un cuerpo que en equilibrio puede mover una pierna hacia arriba, el brazo contrario hacia abajo, uno de los pies para afuera, el otro hacia adentro.
Esto es ahora la tecnología: la posibilidad de volverse pulpo afectivo sin culpa o hipocresía. Otro descubrimiento. Perturbador y a la vez excitante.
Durante el rato en que estuve trabajando leí una nota sobre el nuevo libro de Martín Caparrós. El hombre no es un santo de mi devoción en varios aspectos, pero escribe.
Hubo un par de ideas en esa nota que, mágicamente -como siento que suceden las conexiones con la pandemia-, hablaban del futuro.
“Vivimos en una época que no consigue imaginar un futuro que le guste, que le interese, que quiera trabajar para conseguir. Como no tenemos esa promesa de futuro, lo que tenemos es el futuro como amenaza: ecológica, poblacional, política. Todo es temor cuando pensamos en el futuro… El cambio que podemos pensar no es ya político sino técnico. Un poco de ahí viene también la inspiración de este libro”.
La novela de Caparrós se llama “Sinfín” y es una distopía sobre un mundo del 2070 en el que todos hemos logrado ser felices gracias al aislamiento.
Notable. Él afirma que no conseguimos imaginar un futuro y su juego de ideas literarias nos tiene depositados en el presente que vivimos.
“Hay un cambio técnico muy fuerte, que es la posibilidad de vivir después de muertos, que desencadena una serie de efectos”, seguí leyendo que decía Caparrós.
Él afirma que el ser humano teme al futuro porque ve en él la muerte. El conflicto que nos iguala es el temor a la muerte. Ante esa fatalidad inevitable hasta ahora, el denodado esfuerzo de los millonarios como Jeff Bezos -que no planea congelarse como Disney sino usar la tecnología para tal fin- pone en evidencia que el dinero es inútil.
El virus nos lo viene diciendo clarito: por ahí, no. No te esmeres. No lo intentes. No lo sueñes.
En este presente perpetuo en que estamos, con el pasado como evidencia de que el futuro hacia el que íbamos no era viable: la parálisis. No hay otra.
Y la parálisis para mí, en este día, significó ese juego de múltiples brazos afectivos que me permitió la técnica. Ese estar en el mundo mínimo de mi habitación. Fluir allí, moverme allí, sentir allí, pensar allí.
Por la tarde la perspectiva horrible de futuro golpeó a mi puerta virtual. El mundo del arte está en colapso, estertores agónicos, manotazos de ahogado, orfandad superlativa.
Ni vivos ni muertos, como el virus.
Ni indigentes ni empresarios, para los que hay futuro o intención de sostenerlo.
Eso me contaron en una reunión que tuve con productores, gestores, músicos y comunicadores del sector. Ya lo sabía pero escuché. Una forma de compartir, un brazo del pulpo.
Suspensión, parálisis, movimientos mínimos en las habitaciones de cada quién. Mareo, desconcierto. Decepción, frustración. Miedo.
Mirar hacia afuera por esa ventanita del chat los rostros de preocupación me sacó del bienestar momentáneo en que había transitado mi día. Pura inconsciencia. Puro ombliguismo con pie en la nada misma. Abismo.
En apenas un rato, todo el buen día que había experimentado transmutó. Ese jueguito irresponsable de pensar que el futuro era una palabra que no englobaba ningún contenido se esfumó en el instante.
Parada ahí: sobre la idea de que no sabemos qué futuro queremos, qué futuro tendremos. Esa dimensión de la que hablaba Caparrós. Fue instantáneo. De esto hablábamos todos: de la muerte.
La muerte del sector. La muerte de una práctica. La muerte del oficio. La muerte que todo lo iguala.
Frené la catarsis. El virus nos dice que por ahí, no.
El futuro, ahora, tiene un contenido: incertidumbre. Donde hay algo, hay vida. Así está el bicho que nos agita.
El futuro es un territorio inexplorado de posibilidades que desconocemos. El futuro es el que nos empuja. El pasado lo estamos viendo.
El virus nos ha regalado esa evidencia. Vamos caminando a ciegas hacia un tiempo que está a nuestras espaldas.
Este bichito minúsculo me entregó hoy múltiples perspectivas del instante. Elegí la imagen del territorio virgen, a tientas. Hoy me levanté optimista y quiero ser exploradora.