Mendoza 9 de abril. Día 21 de aislamiento D.V.
Suspiro gigante, gigante. Me estiro en la cama. Hoy dormí hasta las 11. La placidez es total. Signo de que ya todo es normal en la vida: el aislamiento, la mañana soleada en silencio; ni un solo motor a lo lejos.
La casa está quieta. El día está quieto. El aire está quieto. Yo también.
Me pongo a hacer mi clasecita de yoga antes del desayuno. Voy tranquila por el tiempo a paso manso, en cámara lenta.
De pronto un pensamiento, un recuerdo: me olvidé del trabajo, de todo lo que tengo que hacer antes de la conexión remota que mantengo con la Redacción.
Bajo corriendo, caliento el agua, preparo el mate. El motor que no suena en la calle hace ruido en mi cabeza. Me pone en acción. Abro la máquina, pico de una página a la otra en la web, no tengo tiempo de detenerme en las noticias que no son de mi área.
Bueno, algo veo: muertos, Estados Unidos arrasado, camiones frigoríficos de cadáveres, “en caso de violencia de género, llamá al 144”. Sigo, sigo, rápido.
Aún sentada en la silla siento el cuerpo forzado a correr a mil. Ya son 13.30. No tengo tiempo de hacer la comida: “hacela vos”, le digo a mi hijo que ni sé en qué momento se levantó y anda dando vueltas por ahí. Estoy absorta, acelerada. Me quedé dormida y ahora pago las consecuencias.
Raro: ninguno de mis colegas se ha comunicado para decirme si tiene o no la nota, qué hace falta, qué no. Nadie llama. Nadie reclama. Yo sigo. Vamos que vamos.
A las 14 mando el wasap con los temas. Ya decidí qué irá en la edición de mañana. Está todo listo para empezar.
Demora la respuesta. Demora la respuesta.
Me paro ansiosa porque si arrancamos tarde, no llegamos.
Miro el reloj: 14.20. No llega la respuesta.
Miro las tildes del wasap: tiene dos. Recibido. ¿Qué pasa? La incertidumbre vuelve.
La incertidumbre, esa sensación que no ha parado sino hasta hoy en que me desperté tan en paz.
Carita llorando de risa, emoticón de mi jefe. Eso responde a las 14.30 y veo que sigue escribiendo. “¿Qué le pasa?”, de gracioso, nada, demorar la edición. Termina el mensaje: “mañana no hay diario, Patri. Es viernes santo”.
Maldito virus. Siempre está ahí para mostrarme que existe, que de paz no hay nada. Que de mansedumbre lo que él dispone.
El tiempo y el espacio, de nuevo. Otros en mi mente, distintos a los que son. No importa el reloj, ni el calendario. Los instantes en el cuerpo y en la cabeza, aislada del mundo, son míos y antojadizos. No se corresponden con la realidad.
El motor deja de sonar de golpe, como cuando el auto corre rápido a destino y plaf: se queda. No va más.
El cuerpo se pone laxo. No sé ni para dónde ir, ni qué hacer. No tengo chances de ninguna de las dos cosas. Frente a mí toda la tarea, toda, lista pero sin norte.
Recuerdo el aprendizaje que tuve hace unos días: el trabajo me ordena pero también obtura el escape hacia otras posibilidades que conectan con el ocio y con lo interno.
Tengo que volver a planificar el día completo; o no. Mejor no. Dejémoslo correr. Así lo quiere el virus. Así quiere él que sean los días en que no trabajo: un tiempo y espacio que va hacia adentro, no hacia afuera, para hurgar en lo que no se quiere ver.
Puedo tener recreos en ese tramo: para leer, ver una película, charlar por teléfono. Pero nada es suficiente para ocuparlo todo. Solo el virus, sus noticias, su avance, sus cambios irremediables.
Viene el almuerzo a salvarme ese instante de sensación dislocada en la que quedé. Sigue afuera el silencio tan estruendoso que pone en evidencia el tiempo muerto.
Otro salvavidas en mi auxilio. Marguerite Yourcenar. Es una de las escritoras que más amo y admiro: poética, erudita, sensible. No es evidente su feminismo en la obra pero tradujo a Virginia Woolf, se abrió paso en el mundo masculinizado de la literatura de su tiempo y era bisexual. Todos estos gestos están en sus escritos.
Hoy, perdida de pronto en el mundo incierto del virus, Marguerite me regala su “Cuento azul” -inédito hasta 1993-. En él las mujeres son vejadas por hombres avaros y violentos que reciben finalmente su merecido.
Cito un fragmento tan hermosamente narrado, sin embargo es atroz: “... En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándoles con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto…
La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaron en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar…
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas…
Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido… y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un montocito de hierbas aromáticas…”.
Cierro el libro. Una imagen, un flyer de Instagram que vuelve: “en caso de violencia de género, llamá al 144”.
Una a una desfilan por mi mente las noticias sobre las mujeres que están en aislamiento junto a sus agresores. La niña tan blanca que, desnuda, sirve de faro en la noche. La niña, tan suave, que suelta lágrimas como aguamarinas que los mercaderes roban.
De la paz que sentí, nada. Sé cómo es en mi cuerpo esa amenaza. La he vivido de múltiples formas, en diversas circunstancias. Soy mujer. Una angustia fuerte se asienta en el pecho. “Pobrecita, cuánto miedo”, pienso.
La pandemia vuelve a mostrarme el privilegio en que me encuentro. Hoy, en este encierro, no existe esa situación en mi vida; pero otras como yo… Más gestos dramáticos virales que se expresan.
En mi cuadra había un vecino que era violento. Durante muchos años hice denuncias. Escuchaba los gritos y los golpes en su casa. Los gritos de hombre doblegando a una mujer. El llanto de una mujer acurrucada bajo los puños.
Nadie nunca hizo nada, ninguna autoridad. Las denuncias casi diarias que yo hacía desesperada, alertando, jamás fueron escuchadas. Llegó la muerte para saldar las cuentas. Jamás supe en qué condiciones. Esa gente se fue. No hubo más. Pero me quedó el vicio de pegar el oído cuando paso por esa vereda; por si alguien llora.
En otra casa de mi cuadra vivía una mujer con un hombre violento. No eran de Mendoza, sino de Buenos Aires. Llegaron de improviso un día. Ella tenía tres críos de la edad de los míos. No conocía a nadie, no tenía familia aquí ni en Buenos Aires. No tenía red.
Un día tocó la puerta de mi casa en camisón, el rimmel de la noche anterior corriendo negro como un río de petróleo por las mejillas. El tipo se había ido con otra, al sur. Así, de improviso, un día no muy lejano de su gran mudanza.
Ella no salía del shock. Se había levantado y su vida era otra. Él no solo se fue sino que se llevó todo el dinero. Herencia de ella, padres viejitos, hija única: sus lágrimas de aguamarina. Le dijo que iba al banco a depositar para armar una historia nueva acá; y desapareció.
Sin dinero, sin familia, sin ciudad de pertenencia, con tres críos. Sola. Otra forma de violencia.
A ella sí pude ayudarla. Repartimos chicos en los almuerzos, repartimos llamados para organizar la vuelta al lugar de origen. Repartimos abrazos con mate para que pudiera sanar.
El día que Olga se fue me regaló su jazmín, blanco como la niña del mástil en ese barco de Marguerite. Todavía está creciendo en el cantero de mi vereda del frente.
Vuelvo a Duras, a sus cuentos, al tiempo muerto del virus que me lleva errante por pensamientos añejos. Dónde estará Olga hoy. Todas somos Olga, o aquella acurrucada bajo los puños.
Todas somos algo, alquien, alguna en la narración de Marguerite: “... Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos”.