Mendoza. 10 de abril. Día 22 de aislamiento D.V.
Estoy anonadada. Yo creí que llevaba la cuenta. Que no hacía falta marcar el dibujito como en el truco, ese que hacen los presos en la pared. ¿Cuántos días van? ¿Cuántos días faltan?
Yo, autosuficiente, me dije desde el primer momento de encierro: “virus, no te voy a dar el gusto. No marcaré calendarios que indiquen la prisión. No estoy ahí, mi mente y mi cuerpo son libres, la cosa es momentánea”.
Pero el virus siempre gana. Gana la calle, gana las casas, gana los pulmones, gana la memoria, gana las voluntades, gana en la carencia, gana los conteos.
Hoy tuve que mirar la fecha de ayer para saber cuánto llevo encerrada.
¡Qué dato! Chau autosuficiencia, hola fragilidad.
Vuelvo al asunto del tiempo y el espacio porque la pandemia me ha puesto reiterativa, dispersa, lábil, desconectada y perdida en la inmensidad del caos. Suena a ciencia ficción apocalíptica. Ninguna alusión resulta más perfecta al mundo en el que vivimos.
Sí: ya lo dije un montón de veces. Efecto del virus también volverse tediosa.
Así me sentí hoy. Así arranqué el yoga. Así tomé el desayuno. Así seguí la rutinas marcadas para ganarle a la atmósfera inespecífica en que vivo. Otra forma de trazar palitos para ir tachando: hacer la cama, hacer gimnasia, hacer la comida.
La cosa es mantener el orden externo para que no se desmadre el interior.
Nunca he tenido mi casa más limpia. Nunca he tenido mis pensamientos más enmarañados y difusos. De ahí la terapia por teléfono: otro esquemita del que sostenerme.
Todo en vano.
Estoy aquí, escribiendo como quien tira la botella al mar para decir: “hola, sigo viva, ¿hay alguien ahí?”.
Por eso la crónica se me ha vuelto imprescindible. Es el modo de estrechar las manos, de dar abrazos, de tirar besos. No puedo vivir sin amor, sin esa conexión que me une a otro. Ni el bicho que me frena en la materia puede con esta necesidad.
Y aquí está, en forma de palabras que corren por la hoja.
Cada día, una botella al mar para sentir en mis pulmones el aire puro del afecto y desterrar la idea de esos adn minúsculos prometiéndome la asfixia.
Estoy aquí escribiendo mientras espero que el presidente -mi padre protector-... Digresión de pensamiento: “qué débil me ha puesto esta enfermedad invisible y silenciosa”.
Vuelvo. Estoy aquí escribiendo mientras espero que el presidente diga si puedo salir de casa o no.
El hombre da cátedra, como cuando estás en clase escuchando a quien te imparte el conocimiento con gráficos, desarrollos y explicaciones. Cuándo, cómo, por qué, para qué. Todo eso nos explica. Sigue un razonamiento lógico que suena imbatible: “hemos decidido seguir con la cuarentena”.
No tengo otra alternativa más que creerle. Estoy indefensa ante el enemigo que avanza. Yo le creo, como quien ya despojado de todo recurso, entrega su vida a la fe.
Antes del presidente, el Papa estuvo rezando por nosotros en solitario. No sé sirva para algo. El virus es también creación del mismo dios: habrá entre ellos algún acuerdo que desconocemos.
Me detengo en seco en estos pensamientos. He leído en varios artículos científicos serios, donde dice que el virus no es creación de dios sino del hombre. ¿Tendrá con algunos de ellos un acuerdo? Que rece el Papa, entonces. Tal vez sea el antídoto que necesitamos contra este drácula que nos succiona el oxígeno. Que rece. Tal vez sea la estaca de plata para clavar en el pecho del vampiro.
La fe es la que hoy mueve mi mente.
Voy discurriendo por el día sin minuteros fiables -solo tengo los internos-. Y en ese mar que es hoy internet y las redes, donde lanzo mis botellas para avisar que estoy viva, veo una noticia que me para en seco.
De nuevo. Este día me detuve dos veces en seco. Este día hubo dos noticias atendibles.
“Hoy murió la artista, música, docente y cantante Mariana Matta”.
Los minuteros de mi reloj mental me llevan al pasado. Me conectan de nuevo con la nostalgia; la que tuve ayer, antes de ayer; por los asuntos de la pérdida que el virus pone a cada rato en primer plano.
Vuelvo a aquellos tiempos en los que estuve con Mariana ocasionalmente, compartiendo los recreos breves entre las horas de talleres que dábamos en la calle San Juan. Ella de música, yo de redacción literaria.
En esos espacios de espera a que llegaran los alumnos, bajo la luz amarilla de aquel salón inmenso, gocé de su tibieza única, de su amorosa manera de estar en el mundo.
Charlábamos de cosas que hoy, en tiempos de pandemia están en pausa y heridas, pero creíamos esenciales: el arte, la identidad, el encuentro con el otro, la ayuda al que no puede, no llega, no tiene. La belleza de la hermandad que iguala cuando la música, el teatro, los libros nos reúnen.
Dejé la nostalgia. El reloj interno me marcó tristeza, no otra cosa. Y me entregué a ella -a Mariana-; repasándola: su canto, su risa, su tonito semi riojano nunca perdido, su mano afectuosa y humilde.
Mariana Matta no murió por el virus pero el virus no me permitió despedirla como hubiera querido.
Suena llantito manso, un quejido breve, en lo que queda de la tarde. Pero no estoy sola en este encierro: mis hijos, con esa vitalidad propia de la juventud, se ríen. Modifican. Me muevo entonces entre esos polos opuestos y asociados: el llanto y la risa.
Un link me avisa que es la hora de mi clase de gimnasia. Desde que empezó el encierro mi profesora ha desarrollado un método para reunirnos en la distancia.
Es un método tremendo: física y psicológicamente. Termino extenuada, sudada; pero sirve para relajar los músculos que todo el día han estado contraídos en la silla de la computadora.
Mientras estoy en pleno asunto de hacer planchas y flexiones -Mariana quedó en suspenso, como toda la vida durante el virus- siento que suena la puerta. Uno de mis hijos es el que atiende. Yo estoy retorciéndome en el piso como puedo. No da.
Lo escucho hablar con alguien que está afuera. Voz de mujer. No estoy cerca así que no entiendo. Lo siento pasar del living a la cocina. Ruido de alacena. De la cocina al living. Vuelve la charla. Se escucha un “gracias”. Se cierra la puerta.
Cuando termino mi clase le pregunto quién era. Nadie golpea la puerta en estos tiempos. Mi cuadra siempre está desierta.
Me cuenta que era una señora pidiendo algo para comer, que agarró el bolsón grande de cereales y se lo dio (dos kilos, para celíacos: difícil de conseguir, el más caro). “Nosotros podemos tomar el yogur solo”, me dice.
Vuelve Mariana de la suspensión de mi memoria. Me gustaría contarle que creo haberlo criado bien; aún en medio de esta opulencia de trabajo, comida, gimnasia a distancia y casa en la que vivimos.
Nos enredamos los dos -mi hijo y yo- en una charla que nos preocupa. El hambre, la carencia, la situación terrible en la que muchos están atravesando este tiempo de pandemia. La injusticia que el virus pone en evidencia, el abismo desde el que nos conectamos con los débiles, los frágiles en serio: la señora que golpeó a mi puerta mientras yo me hacía flexiones en una realidad paralela e injusta; y no precisamente conmigo.
Él me cuenta entonces que por Instagram unos vecinos filmaron cuando cuatro policías reducían en el piso, y por la fuerza, a un hombre sin casa que, como la señora que tocó a mi puerta, iba ofreciendo barrera cambio del pan del día. Los vecinos reaccionaron indignados, denunciaron. Hicieron correr la brutalidad por el mar virtual que hoy nos conecta.
El virus no nos iguala: nos pone en evidencia.
Vuelve Mariana a mi mente. Estuvo todo el día. Estuvo antes, ahora. Estará después de la pandemia.
Ella viene cantando una música de su último disco, “Canciones del árbol”: “siempre me pasan cosas que me duelen/ siempre me vienes tierra y me desuellas/… mi voz se hace arenosa con la puna/… siempre de siempre en siempre padeciendo/ voy llorando/ siempre me pasan cosas que me duelen/ siempre me vienes tierra y me desuellas/ toma mi vientre, tierra/ besalo con tus manos/ y como un cabo de las nubes, plantalo”.