Mendoza. 22 de abril. Día 34 de aislamiento D.V.
Hoy no me sentí como en la parte angustiante de “El día de la marmota”. Hoy la jornada se volvió otra, distinta. El reloj no indicó la misma hora. El cuerpo, mi cuerpo, no fue el de ayer.
El abrir los ojos sucedió como en la vida anterior: una gran incógnita a despejar con interés.
No es que haya pasado algo extraordinario, como le sucede al testarudo de Bill Murray cuando logra torcerle el destino al destino cambiando los trucos de cínico irremediable. No creo haber variado nada sustancial en este mundo precario en que me muevo.
O tal vez sí. El virus y sus transformaciones operan en el orden de lo mínimo. Así que… ¿quién sabe?
Todo es confuso en estos tiempos y hacer una evaluación de más de 24 horas requiere de un equilibrio mental que está lejos de mis magras posibilidades.
Tengo que seguir en cuarentena. Es lo único, casi, que sé. Tengo que seguir en el encierro hasta aprender, hasta que el golpe sea tal que no imponga ninguna resistencia. Quiero ser Bill Murray y abrir los ojos un día como una versión mejorada de mí.
Mientras tanto “soy lo que soy” -como canta Sandra Mihanovich- en períodos más o menos sostenibles. Y como los aprendizajes son provisorios me gustaría seguir en aislamiento.
Pero este día arrancó y siguió diferente. Lo que me anunció alguna suerte de final que no parecía tan feliz como en “El día de la marmota”.
A eso de las ocho de la tarde la cosa venía en ese tenor de percepciones. Así pues me puse a repasar paso a paso qué había cambiado. Qué detalles iniciaron el giro inesperado.
No fue distinto el despertar, ni la clase de Malova (como la grabó hace dos meses ya viene a ser pasado muerto: pre-virus), ni los mates, ni los alumnos a distancia. Rutina pura, conocida y de memoria desde hace 34 días.
Pero la sensación de transformación ya se había instalado en mí.
Hoy me tocaba ir a sacar un poco de plata del cajero para esos casos en los que el débito no cuadra. No solo yo me resisto. En ese “hoy me toca” se esbozó el primer gran viraje.
Caí en la cuenta que desde que estoy en aislamiento el dinero se ha vuelto un chicle a pesar de los aumentos incomprensibles. La plata alcanza más, al que la tiene. En estos 34 días me he sentido Jeff Bezos con mi sueldo fijo y en blanco. Un privilegio notable y culposo para los que gustamos de una sociedad más justa.
La cuenta es fácil: lo que gasto en desplazarme y fundirme con los otros en la masa social se reemplazó con la boleta de internet.
Antes era ese pago, más todo lo demás: nafta, seguro y mecánico del auto -que por viejo requiere más-, pasaje de colectivo, snacks en medio del ajetreo, ropa y zapatos -cuestión no menor que ahora resuelvo con un par de remeras usadas, las mismas zapatillas y chau-, algún cafecito que me tomé con alguien, y así. Creía que poquita cosa, pero no.
En la vida de encierro sólo cuenta la comida, el wifi, el lugar de encierro y los servicios básicos. Hay quienes hoy, y también ayer, no tuvieron ni eso. Me aferro a las teorías que dicen que para que Bezos coleccione billetes como briznas de pasto, millones no tienen ni lugar de encierro, ni servicios básicos, ni comida, ni wifi.
Soy Jeff Bezos, hoy; no Bill Murray. No me gustó nada la proporción que adquirieron los beneficios que ayer me parecían escasos.
“Me di cuenta de que aunque creamos que no, somos presa de la sociedad de consumo”. Esto me lo dijo un amigo el otro día durante una charla. No sabría decir cuándo porque el tiempo es una dimensión que se escapa, y ya me entregué.
Nuestro estar en el mundo hoy pende de la conexión de wifi y poco más. Algunos, ni eso. “Un asco este mundo y el de antes también. A ver si cambiamos”, pensé.
Hoy algo de eso se insinuaba pero, ¿hacia dónde nos llevaría?
Cuando llegué al cajero lo supe, supe algo más. Nos estamos soltando. Más gente por la calle, a distancia y con barbijo, pero ya nada de desierto. Más autos circulando. Todo controlado, pero más.
En el cajero casi no tuve que hacer fila a distancia. Encontré cigarrillos y me topé con la noticia: “Mendoza lleva tres días sin casos positivos de covid-19”. No supe por qué, pero en lugar de aliviarme el dato me generó estrés.
Mientras volvía de la expedición me tomé una licencia que hasta hoy me había parecido osadía irresponsable: dejé el auto mucho más lejos para caminar varias -muchas- cuadras al sol, crucé por el medio la plaza Independencia camino a la Peatonal, saqué fotitos de algunas plantas hermosas en este otoño para socializar donde todos lo hacen, en las redes. “Una zarpada. Estoy soltando”, me reté.
Por la tarde saqué el noticiero. Mi organismo no puede asimilar un muerto más ni en Estados Unidos, ni en Ecuador. Hoy se le sumaron madres que abandonaron a sus hijos sin agua y comida en el encierro, geriátricos arrasados por la pandemia, el virus avanzando sobre los que más hay que cuidar: los pobres.
No podía con tanto.Qué iba a hacer yo en esta habitación encerrada con todo eso. Cambié el noticiero que juega al show del espanto superándose de minuto en minuto en un loop infinito.
Como necesitaba “sentir una voz” mientras editaba el diario a distancia -una pobre sustitución de la Redacción y el lugar de trabajo- sintonicé un canal local. Programa de la tarde porteño. Entretenimiento.
Escuché primero, miré después no sin sorpresa. Parecía de otro mundo, pero no.
El asunto de la charla era Nancy, la reina del tik tok. La conductora hablaba con Nancy; una viejita simpática de 83 años que, en su propio encierro, empezó a probar con los playbacks. La vida le cambió al instante, según ella misma contaba y la conductora televisiva reafirmaba: “¡tenés 600 mil seguidores, Nancy! Sos famosa, se te cambió la vida. Y tu familia qué dice de todo esto. Y vos cómo te sentís”.
Nancy chocha. Re chocha. Re conectada con el mundo entero. Decía que sí, que se le cambió la vida, que ahora recibe parvas de amor y cariño. Que ahora puede dar paladas de sanación a todo el planeta con sus payasadas digitales. Nancy decía que es otra.
Cambié de canal y volví al noticiero y sus muertos. Volví mi vista a la computadora para seguir editando mientras pensaba: “Tengo que seguir en cuarentena. Es lo único, casi, que sé. Tengo que seguir en el encierro hasta aprender, hasta que el golpe sea tal que no imponga ninguna resistencia. Quiero ser Bill Murray y abrir los ojos un día como una versión mejorada de mí”.
Hoy sentí infinidad de detalles diferentes. Pero Nancy fue elocuente. El virus despiadado. Todavía no podemos soltarnos. Todavía estamos aferrados al consumo, todavía somos capaces de volver a la rueda infinita de satisfacciones irracionales que desataron el virus.
Tengo miedo. No me siento preparada. Volvamos un toque atrás. Tres días de casos positivos todavía no significan nada.