Mendoza, 22 de marzo. Perú y Jorge A. Calle de Ciudad. 12.30.
Acá está el sol, ese que hace de esta ciudad y sus gentes una trama indestructible entre montaña, agua, frutas y vides. Ese que nos entibia la tierra que somos.
Pero hoy nuestro sol rebota solitario entre las hojas de los árboles y el cemento. En silencio.
Los que estamos en la fila con distancia, a la espera de las provisiones, le huimos; como si tomar contacto con él implicase el peligro de recordar lo que ahora no somos. Y duele.
En el sopor silencioso y alerta se escucha, de tanto en tanto, el motor de un auto que pasa. Un loop con segundos de intermitencia se oye desde un altoparlante: dicta los números de emergencia a los que llamar por los caídos, las instrucciones estrictas a seguir para no volvernos “eso”.
Todos, en la fila, callados.
De pronto, una mujer abre la puerta de su casa y le grita a los que están en la orilla de la vereda; los ojos escupiendo odio como un virus: “¡se corren! ¡Fuera de acá! ¡Esta es mi casa, vayan a hacer cola a otro lado!”.
La fila a distancia se arrincona, muda, sin reacción. Ella sigue escupiendo sus bichos desbocados para golpear, como latigazos verbales, a la línea de cuerpos quietos.
Una mujer la increpa.
El silencio se rompe con la esgrima de aullidos que no hieren ni a una, ni a otra. El altoparlante, en tanto, sigue su cadencia monótona de advertencias.
Llega un policía y con tono manso la va domando. Al fin ella puede explicar, puede hilar las frases de esa idea que la movió a la acción: “toda la mañana ha habido gente en la puerta de mi casa y yo no digo que estén infectados pero si están en la puerta de mi casa yo cómo hago acá vive una chica embarazada”. Lo tira todo como un mantra lloroso que ya no es violencia sino pánico.
El policía comprende, la fila comprende. Le explican que es la vía pública, que se tranquilice, que la cuarentena es puertas adentro, que si está en su casa la chica embarazada está a salvo, que la fila guarda las distancias... No hay caso: “!fueeeeraaaa todos!”, grita ya con el cuerpo entero.
El policía y la fila se miran y basta una sola indicación: “¿podemos armar la cola desde el otro lado, por favor?”, dice con calma el oficial.
La fila en distancia arranca la coreografía que la deposita en la dirección requerida. No hay palabras, ninguna. Ella le echa una última mirada de metralla a los de a pie y se mete en la casa con un portazo.
Vuelve el silencio, vuelve el altoparlante. El sol espera y sabe que la Mendoza de la montaña, el agua, las vides y las frutas volverá renacida y más tenaz. Por ahora espera, detenido, a que el viento cambie y se lleve con él todos los virus que nos arrasan.