Mendoza. 8 de abril. Día 20 de aislamiento D.V.
En estas dos décadas, así siento a los poquitos veinte días, mi ánimo ha tenido variaciones múltiples. He sido quejosa, paranoica, miedosa, desaforada, retraída, infantil, optimista, crédula, desconfiada, alegre, desbordante, cariñosa, distante.
Todo, he sido. Nunca indiferente. Cuando eso llega, porque sí me sucede, ya me fui lejos para no volver. Y, entre la pandemia y yo, todavía la indiferencia está a años luz de expresarse.
Me disperso, corresponde.
No puedo dejar de asombrarme por lo relativo del tiempo y el espacio. Einstein lo explicó, lo teorizó, nosotros usamos esa idea, jugamos con ella, la ponemos de ejemplo para dejar amores o tomarlos, para dejar trabajos o tomarlos, para olvidar cosas o recordarlas. Pero la sensación… Eso es otra cosa.
Otro plano: físico-mental. ¿Cómo podría ser tangible lo mental? Lo es. Bastó que llegue el virus y nos encierre entre cuatro paredes para sentir en el cuerpo todas las relatividades del mundo.
Esta mañana me levanté nostálgica.
Un detalle nimio, como todos los que trae el virus. Pero va a condicionar mi vida hacia adelante: he notado que las sensaciones que tendré durante el día empiezan a insinuarse en la noche anterior, un rato mínimo antes de que caiga en esa duermevela previa al sueño profundo.
No estoy segura de que esta mecánica afectiva haya sido igual en mi vida anterior. Tengo que rebobinar para saberlo.
Ahora estoy yendo hacia adelante con el relato. Queda un pendiente para más tarde: repasar, redescubrir; siempre es bueno dejarse un pendiente. De eso se trata esto de la introspección obligada. Y yo voy a aprovecharla a pleno.
¿Si no, para qué el bicho y sus incertezas?
Hacia a futuro, entonces, en este día pintó melancolía.
Dice el diccionario: “estado anímico permanente, vago y sosegado, de tristeza y desinterés, que surge por causas físicas o morales, por lo general de leve importancia”. No es mala la melancolía. En buenas dosis tiene sus utilidades.
A mí me sirvió para abrazar el fado, el tango, las músicas de los puertos. Para mirar más allá del océano a mis orígenes y recuperarlos. Para encontrar afectos, para olvidarlos. Para mirar la historia hacia atrás y verme renacida.
No es mala la melancolía así que la dejo correr, con la velocidad con que el virus se esparce por nuestra geografía planetaria. No amenaza, como él. Es mansa y tibia. Es amiga leal y solidaria: es melancolía moral.
Hoy, cuando desperté y durante todo este día 20 D.V., el sol ha sido igual que esa saudade que me regaló la noche. Me abracé a ella y dejé que me lleve. Hacia atrás para caminar a futuro.
Llegué hasta diciembre de 2019. Fecha clave para nosotros, los mendocinos. Me vi allí: en aquellas multitudinarias marchas que gestaron una épica, que hablaron de nosotros, que nos moldearon el discurso y el canto.
Agua y sol. Hoy he sido agua y sol, como mi tierra.
Esta vez el virus no dispersa sino conecta: esa sensación de pueblada para defender de lo que estamos hechos con este momento en que los peces vuelven, los ríos se limpian, el aire se hace diáfano.
El virus no amenaza al planeta, comprendo, sino a nosotros: los humanos. Una ínfima parte de lo que creó el bing bang. Tan minúscula como el enemigo al que nos enfrentamos. Una lucha cuerpo a cuerpo entre minucias que se sienten poderosas.
Entre tanto, la Tierra respira. Toma fuerza para volver a soportarnos a todos: al virus y a nosotros. Tan soberbios, tan desconectados, tan “civilizados” que nos volvimos sintéticos.
En mi casa estamos plantando arbolitos en las macetas: limoneros, menta, albahaca, naranjas y zapallo; cositas naturales que van a nutrirnos.
En mi casa, como en muchas partes de este mundo extenuado al que intoxicamos, hemos vuelto al origen. La pandemia no llegó en vano sino a enseñarnos; con detalles, con diminutivos.
Ese origen, como mi sentimiento, se gestó en medio de la noche; en plena duermevela cuando el cuerpo y la voluntad se entregan.
En esa noche mansa, melancólica, vino el virus para explicar que las potencias del mundo no son inmunes, que los monopolios no han descubierto todas las llaves de la sumisión, que los líderes de la Tierra no son dioses.
Veo en Twitter cómo la Unión Europea tironea y se quiebra, resistiendo al virus que dice a gritos de a miles que la lógica del mercado no es eficiente. Veo la tv: en Estados Unidos los ciudadanos votan, con barbijos, en plena pandemia. ¿Cuántos caerán por ese arrogante gesto arrogante presidencial?
Durante la tarde, mientras tecleaba rápido como cada día de trabajo, leí una linda nota de Pablo ‘Manolo’ Rodríguez en el Página 12.
Dice así: “Latour (se refiere a un intelectual francés), al igual que otras figuras que han trabajado extensamente sobre inmunología como Donna Haraway y Peter Sloterdijk, no han hecho grandes pronunciamientos en lo que va de esta pandemia; apenas una mención de Latour a la catástrofe ecológica, más significativa que la pandemia a su entender”.
“Desde que el agua es libre, libre entre manantiales vive”, canta Concha Buika en este temazo que es “No habrá nadie en el mundo”. Suena en mi computadora mientras escribo. Lo compartió en facebook Bettina Martino -teórica de la comunicación a la que respeto- y yo me pegué ahí…, a escuchar música aflamencada. Más nostálgico, no se me ocurre.
En esas estoy cuando suena el whatsapp. Llamada de video. Sorprendida por el listón de nombres que me requieren ahí, respondo. Un montón de caras. Todas mujeres, muertas de risa, que están cuarenteneando en la virtualidad. Nostalgia por los tiempos en que juntos charlábamos en el bar. Las saludo, no entiendo ni por qué estoy ahí, pero estoy. Me dicen: “estábamos buscando a otra Patricia pero apareciste vos”.
Yo estoy nostálgica, suena lógico.
Nos reímos. Igual, no entiendo. Les digo: “aquí estoy, escribiendo la crónica, así que les dejo un besito”. Montones de gestos de besos. Melancolía toda. Chau.
“Desde que el agua es libre, libre entre manantiales vive”, sigue cantando Concha Buika. Vuelvo al artículo del Página 12 y a los teóricos que avisan que el virus salió de la mugre que antes nosotros hicimos.
Nosotros, los mendocinos, supimos de la catástrofe ecológica en diciembre; mes que también fue noche pero nos volvió día.
El virus vino a mostrarnos que estamos en el camino: con sus peces, sus verdores en estallido ante la ausencia de las pisadas impunes.
Fuimos los mendocinos los que nos plantamos y avisamos de la catástrofe. Fue en diciembre, y seguimos. Lo hicimos con amor, pacíficamente, cantando, creando imágenes, dibujos, encuentros, abrazos.
Nos hicimos río, fuimos miles y aunque el bicho nos haya dejado quietos, suspendidos en entre paredes, nos sabemos agua pura. Como Latour.