Enero 2018. Era la primera vez que me animaba a intentar algo así. Nunca me había dirigido estrepitosamente a un aeropuerto pasadas las 18 sin tener un pasaje comprado de antemano, sabiendo incluso que todos los vuelos para ese “uno de enero” estaban agotadísimos. Tan poco planificado.
Sin preparación alguna más que un impulso interno y arrojándome de lleno a la posibilidad de que nada saliera como lo deseaba. Cuando llegué, me explicaron que podía comprar un pasaje en espera y en caso que alguien cancelara, recién ahí podría abordar un avión.
O no. En camino al aeropuerto de la isla de Koh Samui, lloraba de ansiedad y de incertidumbre. De a poco me fui calmando: entendí que estaba tomando un riesgo y eso ya lo valía todo. Podría tener suerte y lograr subirme al avión o, por el contrario, habría gastado bastante dinero y volvería al mismo sitio, lo cual me depararía alguna otra suerte. En el hostel, la habitación caja-de-zapatos no apta para claustrofóbicos donde cabían 40 camas -con cubículos individuales uno pegado al otro, uno encima del otro-, había contribuido claramente a mi firme decisión de huir lo antes posible de aquel lugar.
Había elegido ese hospedaje a conciencia, seducida por las fotos de bellos espacios comunes y un precio absurdamente económico. ¡Cómo no iba a ser barato si los cubículos apilados acogían huéspedes a montones como sardinas enlatadas y los baños eran ocasionalmente higienizados! Algo de lo cual me enteré únicamente al llegar allí.
Sentí una mezcla tan grande de pena, encierro y repulsión cuando me senté en mi cama-cubículo, que me sacudieron unas ganas irrefrenables de salir de allí lo antes posible. Mis días con mi querida amiga Juli habían transcurrido en pleno momento presente. De nuestras charlas había logrado darme cuenta que mi tiempo en “el país de las sonrisas” estaba cumpliendo su ciclo. Luego de la formación-retiro de meditación y nuestras vacaciones por las islas, sentía que mi ciclo tailandés estaba concluyendo y se abría paso al próximo capítulo: India.
Mi primera aproximación con ese país fue peculiar: a contratiempo o a destiempo. Ni bien supe que quería marcharme pronto de Tailandia, procuré tener todo listo para mi próximo destino. En un abrir y cerrar de ojos pretendía tener todo lo necesario para partir: visa, pasaje y un primer paradero. Así, mi plan se me presentaba perfecto: me permitía pasar de un lugar a otro en 48 horas, lo cual significaba partir de Tailandia al mismo tiempo que mi amiga y de paso, ahorrarme un poco de tiempo en soledad, de volver a estar conmigo y de cualquier emoción que pudiera emerger de dicha situación.
Sucede que irme de Mendoza (hacía un mes) me había resultado bastante movilizante. Como suele pasarme cada vez que me voy. Mis afectos, mi Pipoca y mis emociones a flor de piel. Previendo mis reuniones de despedida meticulosamente, procurando no perderme la posibilidad de despedirme de nadie. ¡Como si acaso aquel orden casi obsesivo me ahorrase alguna pizca de angustia ante mi partida! En el aeropuerto, justo antes de embarcar, le dije a mi querida mamá, en medio de un sollozo incontenible: “A veces me olvido por qué estoy haciendo esto”. Esto de irme, de siempre querer irme, de querer viajar, de partir, de salir, de cambiar, de romper. Sentía mis fuerzas contrapuestas, en lucha como nunca. O más bien, como siempre. Esa parte que resplandece en la intensidad de mis viajes y mis descubrimientos y aquella que brilla en mi rutina, mi calma y mi permanecer. Con el pasar de las horas del viaje interminable, las lágrimas de la partida se fueron transformando.
Durante mis semanas de retiro en Tailandia me encontré como en casa. Qué curioso que a un lugar así de lejano desde distintos aspectos pueda ya considerarlo como una parte tan propia. Donde, además, me reencuentro con amigos, con una otra familia, con quienes compartimos profundo y luego cada uno sigue su camino, sin que por ello se genere lejanía. Y posteriormente, mi viaje-amistad. Algo que no hacía hace mucho. Me había bien acostumbrado a viajar sola. A reconocerme como compañera de viaje y a gustarme como tal, sintiéndome a gusto y confiada. Lo cual también había significado en su momento una gran conquista: poder viajar sola y feliz por ello. Esta vez me relajé en el viaje-dúo, donde todo resultaba tan fluido y sencillo ya que el objetivo era compartir y disfrutar juntas. Reencontrarnos luego de tantos años. Reconocernos, acompañarnos, escucharnos.
Celebrar la belleza y la fortuna de poder viajar en compañía de una amiga. Viaje-amistad. Así, tanto el retiro como mi viaje-amistad me mantuvieron en un lugar de protección y contención. Por ello, al pensar en el ineludible hecho de que mi amiga volvería a su lugar y yo continuaría mi ruta en solitario, me brotaba una angustia incontenible desde el centro del pecho. Otra vez iba a pasar por ese momento que tanto quería evitar, el momento despedida: el soltar, el recambio, el reinicio y el continuar. Por eso, hice todo lo que estaba a mi alcance para evadir nuevamente una situación así.
Armé mi plan “salida de Tailandia y llegada a India” en menos de una mañana. Con gran esmero construí mi hermoso castillo de cristal donde cada pieza encajaba delicadamente: en menos de dos días sacaría la visa, me transportaría desde Tailandia hasta India y me uniría al curso de Yoga que quería hacer. Sólo me perdería el primer día de cursado. Algo que me incomodaba bastante pero que, a los fines de mi llegada, me resultaba dentro de todo tolerable. De este modo, mi estrategia resultaba ideal… (continuará)