Cuando se ha construido con suma verticalidad a partir del suelo, posando materiales inertes unos sobre otros, se dice que se ha buscado el cielo, en el caso de los monumentos religiosos, o que se ha arañado el cielo, en el caso de los edificios civiles de oficinas y departamentos. Las viejas cumbres de la arquitectura que han quedado asentadas en la tierra -no aquellas que permanecen sólo en términos de leyenda, mística y símbolo, como en la torre de Babel- tienen estricta relación con la vida, la gloria o la muerte de uno o más jefes de pueblos, sean héroes o monarcas sin heroicidad, tales los arcos de triunfo romanos y las pirámides de Egipto. El medioevo y centurias inmediatas dan vuelo a la arquitectura cristiana, pero si erguida con firmeza en su sobrecogedora altura se mantienen catedrales como la de Colonia nuestro tiempo establece una superación de metros con los edificios utilitarios, tipo rascacielos de Nueva York.
Entre unos y otros, y también como intermedio de altura, se halla la torre Eiffel, que no es monumento religioso ni utilitario, siendo tal vez una alegoría considerablemente vi
sionaria -respecto al instante en que se empezó a parar sus hierros- del siglo técnico y científico que vendría.
No se puede hablar de su alma ni de su habitabilidad. Nombrarla arrastra a la mente su estadística: 307 metros de elevación, 7 millones de kilos de peso, 2 millones y medio de remaches, etc.
Alguien le ha propinado la observación de que asienta sobre el Campo de Marte monstruosas patas de elefante metálico. Sin embargo... ingenieros y arquitectos suelen sentir ante ella un estremecimiento poético con causa medible, porque echan cálculos y no se admiran únicamente de su grandiosidad, sino de su ligereza. Del mismo modo que si en sucesivas décadas fue odiada y repudiada por los artistas que consideraban una afrenta estética, Delaunay la vio y pintó abstracta y bella, hasta dotada de color
Su lanza, que flecha el firmamento, ha provocado cadenas de sugestiones: que es una espada con la punta hacia arriba, teniendo de espada sólo la punta; que un proverbio oriental advierte que el paraíso se halla a la sombra de la espada (o lo que esta lo preserva), y que la discutible espada del ingeniero Eiffel proyecta su sombra justamente sobre un paraíso de los militares, porque ahí no más tiene el Campo de Marte, la Escuela Militar, el Museo del Ejército, los Inválidos, donde se guarda el cuerpo de Napoleón, hombre de cetro y, para completar el ciclo de este párrafo, de espada.
Concluida el 31 de marzo de 1889; inaugurada por un futuro rey (Eduardo VII, de Inglaterra); con riesgo de ser desmantelada cuando venció la concesión original, en 1909; transitoriamente al servicio de la publicidad comercial (desde ella se anunció una marca de automóviles); escenario de un film policial y de suspenso, "El hombre de la torre Eiffel", y de otros vanguardistas acerca de la modernidad, el hierro y el ritmo; vapuleada por muchos ciudadanos de París que la ceden desdeñosamente a la curiosidad de provincianos y turistas, en conclusión ha venido a ser provechosa para las comunicaciones visuales e inalámbricas (torre de televisión, observatorio astronómico, meteorológico y físico, faro eléctrico de 70 kilómetros de alcance, servicio de la hora internacional, etc). Y de un modo u otro se ha asegurado su particular eternidad, como una de las imágenes que integran la concepción -a distancia- de la Capital de Francia.
Quizás erigida para mirar de más cerca el cielo, ahora que volamos no sirve para eso y quien monta sus tres plantas -restaurante en una, vidriera en otra donde el viento golpea- más bien mira hacia abajo, lo cual representa una inversión del sentido de lo que es un observatorio. No obstante, si la presencia subyacente es inmensamente vasta, y París y su porción del Sena caben en una sola mirada, sucede que cuesta distinguir al ser humano que camina por las calles o hace su trabajo allí donde un techo no lo oculta. Lo cual establece otra semejanza, con el siglo, de esta torre que lo anticipó: la técnica se halla al servicio del hombre y, paradójicamente, a menudo lo pierde de vista.