Crónicas de Di Benedetto en Los Andes: Recorrida por la casa de Fader en Córdoba

El escritor mendocino junto al fotógrafo Pedro Suzarte visitaron Ischilín y Loza Corral.

Crónicas de Di Benedetto en Los Andes: Recorrida por la casa de Fader en Córdoba
Crónicas de Di Benedetto en Los Andes: Recorrida por la casa de Fader en Córdoba

Fernando Fader es mendocino. ¿Quién puede dudarlo, si él mismo lo decía, aunque parece que nació en Burdeos?... En Mendoza ha quedado su huella familiar y artística, también el recuerdo de su pionera y desventurada usina de Cacheuta. Pero media la mitad de un siglo y su Mendoza se ha transfigurado. ¿Quién podría hallar, ahora, su lago de Pichiciego, sorbido, después de que fue pintado, por el sol y las arenas?...

¿Y por qué esperar más perdurabilidad que la de la sangre y de los cuadros? ¿Por qué se ha de exigir de los temas la fidelidad al artista que se apoyó en ellos?... Depende de su hondura y su grandeza. Nuestro mendocino afamado permaneció unos veinte años, casi todos pintando, en las sierras cordobesas que para decirlo fácilmente están al sudoeste de Deán Funes, y el asombro de hoy, para quien las recorre, es darse con ellas como sabía que eran, conservadas "como una pintura". ¿Por qué así? ¿Porque son, más o menos, el desierto, un grito áspero de la naturaleza dormido desde hace siglos? Puede ser, pero asímismo porque representan las categorías de la soledad y del silencio, que Fader quiso interpretar en sus paisajes y en una que otra figura terrícola y grávida de ancestro.

En Ischilín está su muerte (su tumba) y en Loza Corral su vida (la casa).

Ischilín tiene la iglesia jesuítica de 1739, sin fraile, y tiene en la plaza el algarrobo de tres siglos, pero no hay plaza. Es igual a un pueblo de la Colonia. Al descender del auto creemos apearnos en la historia. "¿Cuántas casas hay?" "Habitadas, nueve."  "¿Y sin gente?" "Muchas." No son casas, sino chozas, con techo de paja. Reacondicionan una, donde murió una mujer de 115 años. "¿Para quién es?" "Para un pintor, que viene a pintar." Todo recomienza: Fader pintaba aquí.

Entre Ischilín y Loza Corral están los 7 kilómetros de camino de víbora, las vacas cimarronas de dueños que viven en la ciudad, los burritos obedientes cabalgados por ponchos rojos, los caranchos que se comen en los nidos los pichones de loros y salvan de esos gritones la rala agricultura distante; el amarillo del chañar, el blanco de las cactáceas, el rojo de la verbena, el espinillo y la pichana, y ese cielo, ese cielo displicente dode uno cree -engañándose- que a cada rato puede enredarse en sus brazos de luz. Más cerca -más cerca de Loza Corral- el arroyo, con su tierno parasitismo de berros y lentejas.

Loza Corral tiene la casa empotrada en el cerro. Posee aberturas, sin embargo cabecea su hermetismo de castillo fuerte, copiado del dueño, el que la hizo apartada del mundo de los demá. Tal vez sea una primera impresión, como los cuadros de Fader, que vuelcan la dádiva de su intimidad en todo lo que posa en ellos los ojos del alma. La casa   -vivienda y taller- guarda todo el ajuar del artista y del hombre. Destino de museo. Ya lo es (en los papeles, según decreto del gobierno de Córdoba de este año).

De la arquitectura de ladrillos vistos se sigue despeñando el monte. En jardín primero, con parral y álamos. Luego, en la quebradita de la represa, ese manantial de seducción metafísica -como si no tuviera fondo- que Fader pintó veinte veces, algunas con Laura, y objetivó verbalmente como "esmeralda grande", por el yuyito que sigue haciendo pelusa de su superficie y su captación obediente del color que le entrega el ramaje de los sauces. Más allá, los morteros rituales, propiciatorios y domésticos, de los indios anteriores a las picas españolas, de las cuales también quedó una, y se conserva.

Frente a la quebradita, el corral de cabras. Era entonces como es ahora. Lo dice Fernando (nieto). No lo conoció en el antes lejano, lo sabe del padre (Raúl), el que comparte en Ischilín el lote de camposanto pegado a la tapia del fondo donde se halla Fernando el mayor.

En el corral han nacido, recién tres cabritos. Los golpea la intensidad cósmica y balan su primera angustia. Uno flaquea, cae de rodillas. El frío de la sierra se escurre, solapado, en el atardecer. El peón recoge el animalito, lo abriga con su campera de trapo, dejándola no más que se manche de sangre, y lo traslada al amparo de la cocina, donde arde la llama. (Fader, quizás, la dejó encendida).

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