Es muy poco probable que el oficialismo consiga, en los siete meses que quedan en el Poder Ejecutivo a Cristina Fernández de Kirchner, designar un nuevo integrante en la Corte Suprema de Justicia. La vacante que dejó a fin de año el juez más amigo del oficialismo, Raúl Eugenio Zaffaroni, no pudo ser llenada porque la Presidenta postuló para el cargo a un joven jurista discípulo del afamado penalista: Roberto Carlés, que no consiguió seducir a la oposición y, por ello mismo, su pliego no fue tratado en el recinto de la Cámara de Senadores. No se esforzó mucho la jefa de Estado en escoger una figura con amplio consenso, como lo eran el propio Zaffaroni, Carmen Argibay, Elena Highton de Nolasco y Ricardo Lorenzetti cuando Néstor Kirchner los propuso para el Máximo Tribunal.
Prefirió ir al choque a sabiendas de que un grupo de 30 senadores opositores se habían comprometido públicamente a no aceptar la designación de ningún juez -para la cual se necesitan dos tercios de los votos- por parte de la actual administración y esperar a que el próximo presidente llene la vacante que dejó Zaffaroni (las que provocaron los fallecimientos de Argibay y Enrique Petracchi no deben cubrirse porque está en vigencia la ley de 2006 redactada por la entonces senadora Fernández de Kirchner que redujo a cinco el número de integrantes de la Corte).
La embestida oficialista contra el magistrado más antiguo del Máximo Tribunal, Carlos Fayt, quien tiene 97 años, se enmarca en este proceso de confrontación política con la oposición que permanece abroquelada para no permitir a Cristina Fernández nuevas designaciones en la Corte Suprema y tiene como objetivo final inocultable la urgencia de llevar la colonización de los tribunales hasta la cúpula del Poder Judicial. Como restan pocos meses para el 10 de diciembre y menos tiempo aún para la transición hacia un nuevo gobierno, el kirchnerismo no está teniendo en cuenta modales ni buenas costumbres y pretende dar las batallas que sean necesarias echando mano a todas las herramientas de presión que tiene a su alcance. De ahí que el martes no sólo decidiera iniciar en la Comisión de Juicio Político una sui generis investigación sobre Fayt sino que además aprovechó para rechazar todos los pedidos de enjuiciamiento que pesaban sobre el procesado vicepresidente Amado Boudou, la procuradora Alejandra Gils Carbó y el canciller Héctor Timerman. Al longevo juez se lo investigará por su edad avanzada, no porque haya realizado desatinos en sus fallos o porque haya cometido algún delito en el uso de sus funciones. En cambio, al vicepresidente de Cristina Fernández se lo liberó del análisis político de su accionar -eso es lo que hace la Comisión de Juicio Político- pese a que no deja de sumar procesamientos por corrupción.
¿A cuento de qué se pondrá a Fayt en el banquillo de los acusados? Porque es nonagenario y el kirchnerismo cree que ya no puede hacer su trabajo correctamente. Esto no le importaba al oficialismo hace sólo un año, cuando el juez tenía 96 años o hace siete años, cuando tenía 89 y Cristina Fernández llegó a la Presidencia. Lo que cambiaron son, obviamente, las necesidades políticas de un gobierno que busca con frenesí el cargo de Fayt para abrir una negociación con la oposición poniendo sobre la mesa la vacante que dejó Raúl Zaffaroni y la que a toda costa quieren lograr empujando al longevo miembro de la Corte a renunciar. Dos cargos, en lugar de uno, podrían dar al oficialismo más chances de romper la unidad opositora en el Senado a fin de lograr que al menos uno de los dos nuevos jueces respondan claramente a Cristina Fernández (el otro debería ser una figura cercana a la oposición, de ahí que se habla de la senadora Liliana Negre de Alonso, espada legislativa de Adolfo Rodríguez Saá).
Las otras ideas que hay en carpeta, como la ampliación a nueve o incluso a quince el número de integrantes del Supremo Tribunal -lo que implicaría enterrar la ley que la propia Cristina Fernández suscribió como senadora en 2006-, tienen el mismo objetivo: abrir una negociación con la oposición para que algunos sectores, sean los peronistas disidentes o los radicales-macristas, accedan a participar de un toma y daca y aprueben los pliegos enviados por la Casa Rosada. Una ley de modificación del número de integrantes de la Corte necesita sólo la mayoría simple de las dos Cámaras legislativas, algo que está al alcance del kirchnerismo. Sin embargo, por ahora la orden del Ejecutivo es esmerilar la moral del anciano Fayt para que renuncie y queden así solo tres miembros en una Corte que debe tener cinco: Lorenzetti, Highton de Nolasco y Juan Carlos Maqueda.
Los diputados oficialistas que siguen al pie de la letra las instrucciones de la Casa Rosada creen que aunque los eventuales pliegos que proponga la Presidenta para el Máximo Tribunal choquen contra la negativa opositora en el Senado o que el caso de Fayt jamás llegue a ser considerado por el pleno de Diputados ya que la Constitución exige dos tercios de los votos para acusarlo de mal desempeño (el oficialismo no tiene ese número en la Cámara Baja y mucho menos en Senadores, que es la Cámara que destituye), el Gobierno sacará rédito político por el solo hecho de dar esta discusión de cara a la sociedad. “Luego de la denuncia de Nisman y el 18-F recobramos mucha fortaleza. La Justicia está deslegitimada y hay que dar este debate”, confió una autoridad del bloque K.
En la oposición también advierten una intencionalidad puramente política de parte del oficialismo. “No tienen los números para destituir ni para designar un nuevo juez en la Corte; están lejos de los dos tercios. Esto es una jugada política de corto alcance”, sostiene el presidente del bloque de diputados radicales, Mario Negri. La ventaja que la Casa Rosada encuentra en esta estrategia de apuntar sus cañones contra la cúpula del Poder Judicial es la de poner en agenda un tema político de fuerte impacto -abundan todos los días las quejas por el quebranto de la división de poderes- para evitar que se hable de otros temas que serían cruciales en cualquier campaña electoral presidencial como la que está en curso. Ni la inseguridad ni la inflación ni las propuestas económicas de los principales candidatos están hoy en la agenda de los medios. De lo único que se habla es de la guerra sin cuartel del Ejecutivo con la Justicia. Además, Cristina Fernández logra, con este tipo de jugadas, seguir manteniendo su protagonismo político en las semanas previas en las que el oficialismo definirá los precandidatos a presidente, ya que sabe que una vez que esto suceda su estrella pasará a un segundo plano.
Aunque a la oposición le resulte extraño que el oficialismo ponga en medio de un año electoral un tema tan espinoso como los ataques a la Corte Suprema de Justicia de la que hasta hace un tiempo se sentía orgulloso, lo cierto es que en la Casa Rosada hay un convencimiento de que si el caso Nisman terminó por fortalecer al Gobierno éste es el momento oportuno para dar la última gran batalla dialéctica contra "las corporaciones", aunque sus embates contra el anciano Fayt o contra Lorenzetti no lleguen a buen puerto en términos institucionales.
Paralelamente, la presidenta Fernández de Kirchner se prepara para armar todas las listas legislativas del Frente para la Victoria de modo de garantizarse que más allá de quién resulte electo jefe de Estado -un oficialista o un opositor- serán los diputados y senadores de extracción "cristinista" las primeras minorías en un Congreso en el que nadie tendrá una hegemonía como la que el oficialismo disfrutó en los últimos años. Luego de retirar sus pertenencias de Balcarce 50, Cristina Fernández tendrá la llave que hoy está en manos de la oposición para destrabar el nombramiento de nuevos jueces supremos. Es decir que aun fuera del Ejecutivo, el kirchnerismo podrá seguir aspirando a exacerbar su colonización del Poder Judicial.