Enceguecida, Cristina Fernández ha dejado varios contrasentidos en su soliloquio epistolar y quizás la caracterización que fluye de su estado de ánimo es lo que más dificulta hacer una acabada lectura política de sus dichos. El más evidente de sus desbordes fue intentar torcer la realidad en un tema que la apabulla y, sobre todo, no encontrar un relato coherente para justificarlo.
“Yo ya no soy más Presidenta y que por eso tengo que entregarle banda y bastón ni bien él termine de jurar, en forma simultánea”, abundó Cristina para oscurecer, ya que “después” y “simultáneo” no son compatibles. Por sus dichos, quedó bien claro que quien ordena cómo sigue la película es el nuevo Presidente y también que ella no sabe cómo hacer para aceptar la realidad del ocaso.
Sin embargo, hubo otro desmadre en el relato que hizo mucho más ruido en las redes sociales, que fue el haberse empeñado en decir que es una “mujer sola”, extraño signo de debilidad para quien se supone que quiere hacerse fuerte como jefa de una oposición multitudinaria, aunque dentro de una fuerza política que se ha partido en cuatro y que ya no domina del todo.
Pero, más allá de esta cuestión política, que ella deberá consultar con la almohada o de su estrategia de mostrar presencia activa para adentro y para afuera hasta el último segundo, CFK ha jugado al límite y esta vez se encontró del otro lado, con el temperamento de un agrandado Mauricio Macri, quien parece haberse cansado de tantos puñales clavados por la espalda.
Es que la discordia ha sido uno de los emblemas del kirchnerismo, un atributo clásico, derivado del maquiavélico “divide y reinarás”, aunque llevado a la enésima potencia por el populismo regente en la última docena de años. El gran hacedor de esta política fue Néstor Kirchner cuando decidió que era tiempo de reafirmar la autoridad presidencial, degradada por los episodios de 2001 que se llevaron puesta la flaccidez de Fernando de la Rúa. Y por cierto, no le fue nada mal.
¿Cómo entendía el orden el ex presidente? De varias formas: haciendo siempre lo que él quería, copando la calle con fuerzas de choque, rutinizando la no criminalización de la protesta y jugando a la anarquía social, tentando con dinero a actores y periodistas y, sobre todo, maltratando a los gritos a todos los que no pensaban como él.
Ésa era su concepción del poder, la de la imposición, la del caudillo conservador a quien todos debían agradecer los favores conseguidos, aunque recibieran sus coscorrones. Así era él, un hombre políticamente belicoso, aunque quienes lo conocieron cuando operaba desde su poltrona del Hotel Santa Cruz, en Río Gallegos, dicen que tenía “códigos”. Para sus seguidores, Néstor quedó en la categoría de mito; para sus detractores, fue un hombre autoritario.
A toda esa batería de virtudes o defectos, de acuerdo al cristal con que se lo mire, hay que agregarle los resultados objetivos de sus cuatro años de gobierno, a todas luces mucho mejores que los ocho años posteriores que administró su esposa, cooptada inclusive por otros parámetros ideológicos.
Ese ostensible cambio la llevó a corregir y a aumentar la dosis de “nestoritis” y tal exceso no sólo potenció sus propios márgenes de arbitrariedad, sino que tiró aquellos códigos a la basura. La paranoia, cuya manifestación más evidente de estos años fueron los titulares de la prensa, fue sólo un síntoma, pero disciplinar a todos los que no pensaran igual, fue un arma de uso cotidiano.
Ahora, desde la decisión de mostrar mano fuerte desde antes del minuto uno, el caso es que Macri se plantó, como en sus tiempos lo hizo Néstor, para marcar la cancha a quien sea en cuestiones de autoridad. Para evitar equívocos, hay que acreditar que, en tiempos de sacar a la luz la violencia de género, en principio ha tenido Cristina una gran valentía al hacer este tipo de denuncias. Si el próximo presidente le gritó o no, es algo que algún oportuno audio podría dirimir.
Ahora, si se habla de política, ¿en todo ese contexto es en el que CFK se horroriza de los bruscos modales de MM? Es como que el muerto se asuste del degollado.