Cristina y Colón

Cristina y Colón

El destino de la estatua de Colón semeja un culebrón caribeño. Triste paradoja para un personaje que abrió esos destinos al mundo occidental y pobre destino para un monumento que es patrimonio histórico y que tiene un alto significado simbólico: fue donado por la colectividad italiana de Buenos Aires con motivo del Centenario de la Revolución de Mayo en 1910.

Aquellos inmigrantes quizás nunca imaginaron que cien años después el "Almirante" sería destronado de la plaza donde lo habían colocado para ser reemplazado por una heroína nativa, Juana Azurduy, a partir de un gesto simbólico de una presidente que cree que con este tipo de acciones ejercita una revancha histórica.

Más allá de las discusiones sobre la figura de Colón y sobre las matanzas cometidas por el Imperio español en nuestras tierras americanas, lo que está en juego en esta medida es un acto de poder arbitrario -basado en un capricho de Cristina Fernández- que se enmarca en los múltiples intentos del kirchnerismo por reescribir la historia a su medida y por constituirse en defensor del espíritu local por sobre los "imperialismos cipayos", cayendo en una interpretación revanchista de la conquista de América que poco ayuda a la comprensión de nuestro pasado.

La lógica dicotómica amigo/enemigo que pregona el populismo K se las agarró esta vez con una estatua de mármol cuya única culpa era ser visible desde el despacho presidencial.
La imagen de Colón destronado de la plaza porteña semeja la de un episodio de la historia de Grecia con el que pueden trazarse algunos paralelismos.

Corría el año 415 a.C. cuando Alcibíades y otros jóvenes advenedizos de la aristocracia ateniense cometieron a escondidas la mutilación de las cabezas de los Hermes, estatuas del personaje mitológico que se representa como mensajero de los dioses y que se hallaban por toda la ciudad. Al otro día, en vísperas de una expedición de conquista a Sicilia, la ciudad se vio horrorizada por tal acto de impiedad hacia el sentir popular.

Historiadores de la época como Tucídides y Plutarco trazan algunos aspectos de la personalidad del joven aristócrata que lideró el acto vandálico: si bien había sido uno de los discípulos de Sócrates, se apartó de él al adoptar una posición individualista y relativista que lo convirtió en un personaje escéptico y cínico, que daba rienda libre a su hybris -desmesura- a través de su ambición desmedida de poder.

Plutarco afirma que su opulencia era insultante en todo y esto generaba resquemor en los ciudadanos más distinguidos, aunque su elocuencia, su forma de vestir y los regalos que prodigaba a la polis hacían que los atenienses fueran indulgentes con él. Su cargo de estratega impidió que fuera juzgado por la Asamblea y le garantizó impunidad. El acto quedó en la memoria de los atenienses como un atentado contra las tradiciones y contra la piedad hacia los dioses y el respeto hacia la propia polis.

A más de dos mil años, en un país lejano de un continente entonces desconocido, la historia muestra que algunas injusticias pueden repetirse en contextos diferentes pero con las mismas notas: un personaje cargado de hybris, escéptico y cínico respecto de las tradiciones de su pueblo, comete actos de atropello hacia las tradiciones de su pueblo sin que éste reaccione, anestesiado por su elocuencia, sus "regalos" y su posición política inmune le garantiza impunidad.

La historia, maestra de la vida, nos invita a aprender la lección, a estar alertas frente a todo tipo de atropellos a los legados de nuestros antepasados y a cuestionar -con una conciencia crítica- las mentiras de aquellos que quieren reescribir la historia a su medida, aunque muchas veces no les quepa el sayo de la veracidad.

Andrés Abraham - DNI 34.625.419

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