No es novedad para nadie que ha sido una gran desazón la eliminación anticipada del Seleccionado nacional de fútbol en el Campeonato Mundial de Rusia.
Justo en momentos en que la mayoría de los que integramos este bendito país nos encontramos con no pocos sinsabores y dificultades a cuestas, en mayor medida los que más abajo están en la escala de las posibilidades económicas, esa tregua del torneo ecuménico del más popular de los deportes nos daba la posibilidad de recibir una bocanada de aire fresco.
Sin embargo, todo se convirtió en desencanto, y la acumulación de una alta dosis de malhumor y desgarro, que reforzó nuestra experiencia en frustraciones, sintetizadas con el "otra vez será".
No estamos en condiciones ni pretendemos hacer un análisis deportivo de lo ocurrido, pero hasta el más desconocedor de este deporte sabe que las cosas se hicieron mal desde el principio, y a pesar de saberlo nos aferramos a ese madero que muchas veces flota alrededor nuestro que se llama esperanza y nos asimos a él con todas nuestras fuerzas.
Pero sería poco reconfortante, ya no tanto para los que son adultos sino especialmente para las futuras generaciones, que todo lo ocurrido quedara boyando y nos conformáramos diciendo que "era de esperar" o que "ya pasó y a otra cosa, porque “la vida sigue".
La verdad es que la indiferencia no tendría que ser el final de este fracaso deportivo, porque en su justa medida y salvando las distancias, el logro en la competición es tan importante como los éxitos que logramos en las artes, en el cine, la literatura, la ciencia y en los ámbitos de la solidaridad.
A propósito de todo esto, se nos viene a la memoria lo que dijo una vez un hacedor cultural, Javier Segura, en una columna firmada en este diario y que nos luce procedente vincular a lo ocurrido con nuestra representación nacional en el fútbol y su estrepitoso fracaso. Decía Segura, relatando un chiste, una broma, "que si la bomba atómica explotara en Mendoza (podríamos decir en el país) no ocurriría nada, porque a nadie le importaría, nadie se daría cuenta".
Quizá esta forma de pensar deba cambiar y aunque el fútbol no sea lo más importante en la historia de una sociedad, gravita en la vida de millones de personas y sobre todo en la de niños y adolescentes, a los que se les ha privado de una alegría y que no entienden por qué nos ocurrió lo que pasó.
Muchas personas en la organización que conduce el fútbol argentino tendrán que revisar sus posiciones y dar un paso al costado si tienen la valentía de hacerlo, porque es muy difícil adoptar esa actitud: hay y seguirán existiendo muchos intereses en juego, mucha plata que obnubila cualquier razonamiento.
La misma actitud ejemplar que dieron algunos jugadores que ya anunciaron que su ciclo ha concluido en el Seleccionado, debería esperarse del director técnico, obligado -moralmente- a tomar una actitud digna de excluirse, esperada por el conjunto de la sociedad, y que permita empezar a reconstruir un futuro en este ámbito deportivo, con trascendencia prioritaria hacia la juventud, que tendría entonces un espejo donde mirarse. Queremos que esto ocurra, pero dudamos que se produzca. Hay mucho factor económico de por medio que puede impedir sepultar tantos errores, improvisaciones y la más absoluta falta de autocrítica.
De las grandes crisis, la historia es maestra en este sentido, salen nuevas posibilidades, otros hombres, ejemplares intenciones y propósitos magnánimos que sacudan la adversidad y se conviertan en el prefacio de la esperanza. Un país futbolero como el nuestro -especialmente por los adolescentes y jóvenes- se merece que haya una renovación total, desde la raíz y dentro de un futuro mediato.
Hagamos entonces el elogio de la capacidad deportiva, de la planificación y el disenso racional.