Salvo para los ultrakirchneristas que consideran a todos los funcionarios que están en la cárcel por ladrones como presos políticos de Macri, no es fácil suponer en qué medida un gobierno no peronista influyó para que tantos poderosos estén cayendo como moscas en manos de la Justicia.
Pero si bien eso no se puede saber a ciencia cierta, lo que es científicamente indiscutible es que si el presidente hubiera sido Scioli, nada de esto hubiera ocurrido.
Es por eso que ahora no sólo los K sino también la mayoría de los empresarios debe maldecir que Macri le hubiera ganado a Scioli.
No era una metáfora cuando Cristina retaba a los hombres de empresa que (muy moderadamente) la criticaban diciéndoles que se la estaban llevando con pala. Lo que no se sabía aún es el modo en que se la estaban llevando.
Ahora por lo menos sabemos el tributo que le pagaban al poder para que éste les permitiera llevárselas con pala.
Fue el escritor peronista Jorge Asís (ese que ya a principios de la presidencia de Kirchner hablaba del sistema ilegal de acumulación que hoy está siendo juzgado) quien catalogó a Néstor como un político dual: “Héroe de culto y fenómeno delictivo”, lo llama.
Y es exactamente así, una síntesis entre el Nestornauta y don Corleone, político brillante y mafioso mayor. También un producto de su época.
Luego de ese comprensible –por la justa indignación– pero a la vez gran error popular que fue la proclama del “que se vayan todos”, la clase política, en vez de purgarse o mejorarse, lo que hizo fue independizarse y aislarse aún más de lo que ya estaba del control civil.
Como que sabiéndose juzgada y condenada por toda la sociedad, ya no le importara nada más que su interés corporativo aunque debiera renunciar a cualquier prestigio público.
Kirchner fue la criatura más cabal que surgió de ese régimen de indiferencia y cinismo político frente a la crítica colectiva.
O peor, el que creó ese régimen monstruoso al que la consigna del que se vayan todos le sirvió de condición de posibilidad para su gestación.
Lo venimos diciendo hace años. El régimen K no fue solo un sistema ampliado de financiamiento espurio de la política como el menemista, o el brasileño, o incluso aquel por el cual Cambiemos en Buenos Aires hoy está denunciado. No, el kirchnerismo fue algo mucho peor, un salto cualitativo que amplificó por mil la corrupción.
Menem distribuía suculentos sobresueldos entre todos sus ministros y cobraba coimas por toda privatización que a destajo posibilitaba. Lula, siendo generosos con él, no parece haber sido un ladrón en términos políticos ni personales, sino alguien que pactó con el sistema quizá con la errónea esperanza de cambiarlo desde dentro o para que éste no le interrumpiera su intención transformadora.
Pero como suele pasar en estos casos, fue al revés: el sistema cambió a los que querían cambiarlo. Así, los plebeyos de izquierda del Partido de los Trabajadores sólo le quitaron la discreción al robo para financiar la política que las élites brasileñas tradicionales hacían con mayor discreción o con mayor cobertura de la Justicia.
Kirchner, en cambio, no pactó con ningún sistema previo, sino que creó el suyo propio. Uno que mientras se vestía de revolucionario apoyando a las Madres de Plaza de Mayo y juzgando a los militares del Proceso, subordinó a todo el peronismo (que en su inmensa mayoría venía de ser menemista) a cambio de salvarlo del “que se vayan todos”.
Con respecto al financiamiento tradicional de la política no innovó, dejando que fuera la misma clase política la que se encargara de ello. Es lo que hoy admite Abal Medina remitiendo a los legendarios maletines del “Chueco” Mazzón, que aportaba para todas las campañas con el dinero cedido por empresarios.
Y es lo que hoy confiesan los empresarios arrepentidos: que aún en negro, lo que ellos hacían era financiar las campañas. Tanto Abal Medina como los empresarios quisieran ser juzgados por eso y nada más.
Sin embargo, lo que ahora sale a la luz es algo mucho más importante y terrible: el enriquecimiento personal que, de modo paralelo al financiamiento de la política, intentó Néstor creando un sistema delictivo de mucha mayor envergadura y a su exclusivo servicio personal.
Para su intentona se apoyó en un superministerio, el de Obras Públicas, a cuyo frente puso a su obsecuente mayor (De Vido), el cual conformó sus secretarías con un grupúsculo de ladronzuelos extraídos de los bajos fondos de la política (Jaime, Uberti, Baratta, López).
Además sumó a la banda a todo su personal de servicio (su chofer Rudy Ulloa Igor, sus secretarios privados como Daniel Muñoz, su jardinero).
Y a veces encargaba tareas específicas a bandoleros externos como cuando le encomendó lo de Ciccone a Boudou, quien convocó a su propia banda de amigos fascinerosos para concretar el atraco ordenado.
Con esa trouppe de patéticos personajes que parecen extraídos de la vieja comedia a la italiana (revean “Los desconocidos de siempre”, o “La Armada Brancaleone” si no nos creen) Kirchner quería crear su propio capitalismo y a la vez ser el jefe, no sólo político, de todo el capitalismo argentino.
Para eso se embarcó en la más utópica, grandiosa y delirante tarea jamás intentada por un político: la de convertirse en el hombre más rico de la Argentina, transformando los veintitantos departamentos que había obtenido de la usura en Santa Cruz (los que sumados le podrían dar alquileres equivalentes a un par de jubilaciones de privilegios cuando mucho) en miles de millones de dólares mediante la diaria recaudación hormiga en bolsos, chantajeando uno por uno a todos los empresarios de obra pública o peor, seduciéndolos con formar parte de la nueva patria capitalista que él pensaba formar, proponiéndoles asociaciones de todo tipo.
Alguna vez dijimos que el sueño del Kirchner capitalista es que el resto de los capitalistas fueran sus testaferros, los que él creó y los previamente existentes. Y no metafóricamente.
Un sueño grandioso si no fuera miserable. Un sueño grandioso pero delirante que intentó en serio concretar y en el cual avanzó incluso más rápido de lo que él mismo pensaba.
Logrando convertir en realidad el dicho que siempre repetía y que su mujer citó en un discurso de 2012, ya fallecido su esposo: “Néstor me decía 'cuando uno quiere que un elefante no se vea ¿Qué hay que hacer? Poner varios elefantes, y si lo quiere disimular más, que el elefante sea verde o rosa'”.
Así, en vez de ocultar los bolsos, los hizo cotidianos, un hecho normal, los confundió con los maletines del Chueco o los dineros que recibían los jefes de Gabinete como Abal Medina.
Hoy un empresario arrepentido admite que lo que Centeno dice de los bolsos era cierto, pero que le suena fantasía el monto sideral que éste relata habían trasladado en el auto del que era chofer.
Lo mismo decían de Fariña, pero cuando se convoca a marginales para robar, es inevitable que sean esos marginales arrepentidos los que más cerca estén de la verdad.
Para transformarse en el principal capitalista de su propio capitalismo en una patria disfrazada de socialista, aparte de crear sus propios amigos empresarios, doblegó a todos los demás, los obligó a pagar y quedarse callados.
Y casi todos callaron, deviniendo cómplices. Aranguren y el periodismo que no se le rindió son las excepciones que justifican la regla, pero también las que demuestran que era posible resistir.
O sea, a Kirchner no se le aportaba ilegalmente para el financiamiento de la política sino para su utopía personal. Eran coimas lisas y llanas a cambio de obras que ni siquiera pagaba el empresario sino los sobreprecios que le permitían.
Los empresarios no sólo contribuyeron a esa nefasta utopía por miedo o coacción sino por conveniencia, porque los mayores costos los beneficiaban mucho más de lo que debían devolver.
Así, Kirchner corrompió a todos los que pudo (y pudo con casi todos) con lo cual convirtió la corrupción en un hecho político más, quizá el principal de su sistema.
No fue un robo convencional, su fin no era el enriquecimiento personal (eso era apenas un subproducto ya que con menos del 1% de la recaudado bastaba para enriquecer a varias generaciones K) sino la desmedida e ilusoria pretensión de devenir el único dueño de la Argentina.
Quizá todos los que intervinieron con él en el crimen formaron una asociación ilícita típica, para robar, pero para Kirchner era su modo de hacer política.
Y ahora, como lo demuestran los cuadernos, se verifica que no fue un crimen perfecto, pero no porque se lo haya descubierto por imperfecto sino por ferpecto, porque dentro de su lógica estaba muy bien pensado, pero el fin al que aspiraba era no sólo estrafalario y delirante sino esencialmente imposible.