La globalización no es un proceso nuevo, sino que se viene desarrollando desde los inicios de la historia humana. Lo que ocurre es que desde 1989, con la caída del mundo comunista, ha entrado en una nueva etapa que aún no culmina. La URSS y sus satélites cayeron no por causa de algún enemigo político interno o externo, sino por la globalización.
En términos marxistas, el “modo de producción” socialista no pudo adaptarse a las nuevas “fuerzas de producción” que se impusieron en el mundo, y entonces éstas se lo llevaron puesto.
Sí se pudo adaptar el mundo capitalista, pero no porque su modo de producción fuera el adecuado, sino por su gran flexibilidad histórica para procesar los cambios, pero la realidad es que también éstos lo sobrepasaron.
Porque no fueron ni los políticos ni los intelectuales los que condujeron la nueva etapa de la globalización, sino que ésta avanzó a través del desarrollo de las fuerzas tecnológicas y financieras, más allá de la política o de las ideas.
De allí el desprestigio de la política por su ineficacia y el fin del llamado “siglo de los intelectuales”, porque éstos dejaron de ser la vanguardia conceptual de los cambios, tarea cedida inconscientemente a los especuladores financieros y a los Ceos, los únicos que se globalizaron en serio, para bien, o más bien para mal. Pero la realidad sigue siendo la única verdad, nos guste o no.
Los sectores políticos e intelectuales pretendieron procesar esta nueva etapa de la humanidad mediante el debate entre las contradicciones usuales: populismo versus república, derecha versus izquierda, dictadura versus democracia, o incluso revolución versus reacción o conservadurismo.
Sin embargo, con toda la legitimidad que pueden tener en algún plano de la política estas polémicas, la más profunda y permanente, la que más pasiones inspira y la más crucial es la que ocurre entre aislamiento versus integración, que entrecruza y supera a todas los demás.
Hay aislacionistas de derecha y de izquierda, revolucionarios y conservadores, dictadores y demócratas. Y lo mismo ocurre con los integracionistas.
Sólo hay una excepción con los populistas, que son casi todos -si no todos- aislacionistas, pero hasta entre los republicanos hay también aislacionistas como se ve hoy en Cataluña con liberales que no obstante son independentistas.
Esta contradicción principal es la que aparece siempre con los grandes cambios de época cuando éstos, de tan enormes e imprevisibles, asustan tanto que el deseo básico, instintivo del ser humano, es volver al seno materno.
Porque se siente impotente para conservar todo lo que más allá de su voluntad se cae. Porque pierde todas las certezas y a la vez no se anima a superar esa pérdida apostando a construir el futuro, ya que siente que éste puede ser aun peor.
Cuando decidimos, entonces, no seguir avanzando surge inevitablemente el intento (más desmesurado aún que el de marchar hacia adelante) de querer frenar la historia. Entonces inventamos pasados mitológicos que jamás existieron a los que idílicamente deberíamos regresar. Es un volver al pasado no como historia para aprender de ella sino como memoria subjetiva, leyenda o relato.
Desde un punto de vista político, no religioso, la elección de Barrabás contra Jesús no fue porque el pueblo defendía a un delincuente, sino porque éste expresaba el resentimiento de los pueblos sometidos al imperio romano, mientras que Jesús, mucho menos popular pero totalmente convencido de la fortaleza de su religión, creía que si ella se integraba al imperio, desde allí podría hacerse ecuménica, expandirse al mundo en vez de quedarse encerrada en su aldea.
Muchos siglos después, el creador de otra religión, aunque laica, Carlos Marx, fue -como Jesús- otro entusiasta de las fuerzas globalizadoras, por eso defendía con ardor el impresionante avance capitalista de aquel entonces, puesto que sólo cuando este concluyera se podría pasar al comunismo, no antes.
Por nuestros pagos, tanto San Martín como Bolívar querían grandes integraciones continentales en vez de la división creciente entre republiquetas enfrentadas entre sí. Y Sarmiento proponía que fuéramos los Estados Unidos de América del Sur, porque la única forma de no terminar dependiendo de EEUU era siendo como EEUU.
El mismo Perón era un enamorado de la evolución creciente, del nacionalismo al continentalismo y del continentalismo a la universalización. Todos ellos querían una globalización con rostro humano, no como la mayoría de sus supuestos discípulos que quieren ser antiglobalizadores.
Como ese nacionalismo feroz y continentalismo abstracto enfrentado contra todo tipo de integración y universalización que fue el bolivarianismo latinoamericano, y su versión local K.
Esta contradicción política es tan fuerte y tan profunda que construye mentalidades opuestas. La aislacionista es hoy la más popular. En EEUU ganó por los perdedores de la globalización, aunque la otra mitad del país se niega a avalarla porque ya está recibiendo los beneficios de la nueva modernidad.
En Europa la sufren, por eso son mayoría los políticos anti-inmigrantes, anti-euro y anti-Unión Europea. Macron y Merkel son dos resistentes globalizadores en un continente anti-globalizador, donde la derecha y la izquierda populistas predominan ideológica y cada vez más electoralmente. Con esa lógica jamás se hubiera reunificado Alemania y Europa tendería a ser un puñado de feudos como lo era en la Edad Media.
La crisis de 2008 para los aislacionistas fue el fin de la globalización, pero para las integracionistas fue la advertencia de que la globalización conducida por las fuerzas tecnológicas y financieras es inviable. Pero, advirtamos, tan inviable como intentar parar la globalización. Hay que conducirla con impronta humana.
Tarea política e intelectual por excelencia, pero hoy los políticos -menospreciados por sus pueblos- están asustados y quieren seguirles la corriente a quienes los desprecian para al menos salvar su privilegiado y por ahora inútil lugar en el mundo. Entonces se hacen anti-globalizadores por demagogia. Cuando lo que se necesita son políticos que sepan lidiar con la globalización, no que prometan frenarla, algo imposible.
Las fuerzas tecnológicas son demasiado fuertes para ser detenidas por la mano humana. Pero las construcciones políticas actuales de los hombres son demasiado débiles como para contener la globalización dentro de ellas. No se puede conducir la globalización con políticas nacionalistas porque es un zapato demasiado ajustado.
La política debe globalizarse como ya lo hicieron la tecnología y las finanzas, porque si no ellas correrán libres por el mundo arrasando con todo lo que encuentran a su paso. De nosotros no depende parar el progreso, sino si éste viene como construcción o destrucción para la humanidad.
La solución catalana no es la solución, sino un agravamiento del problema. Puede fortalecerse lo local fortaleciendo lo global, pero no uno contra otro. Más autonomía por abajo, más integración por arriba, sería el mejor camino posible. Pero seguir creando naciones en la era global es un retroceso históricox que lo pagaremos con menos calidad de vida. Y cosas aún peores.