Nunca me pregunté en qué irían pensando cada una de las personas que trepaban sin mucho entusiasmo a la camioneta a lo largo de su recorrido. Un ?hola' a secas, un intercambio de sonrisas apenas dibujadas -era la forma de compartir quejas por el aire helado, por haberse levantado a las 6 o por la jornada dura que esperaba- y después cada uno volvía a resguardarse en sus pensamientos. Nos unía sólo el acompasado vaivén del vehículo.
Ahora pienso que algunos, como yo, iban divagando sobre lo que harían con la paga semanal. Entonces, no caía en la cuenta de que era una de las privilegiadas que estaban allí por elección. El trabajo en el galpón de empaque de ajo (lo mismo da la vendimia, la cosecha de frutas, la melesca) tenía la impronta del sustento familiar para muchos.
Sin embargo, para algunos de los jóvenes -que intentábamos trabajar a la par y pocas veces lo conseguíamos- era la posibilidad de reunir el dinero necesario para comprar tal ropa, hacer un viajecito con amigos o conseguir un libro largamente esperado. "Darse un gustito o cumplir un sueño sin pedir plata a los viejos", solía argumentar mi amiga Marcela Delgado.
En tiempo de cosecha, Mendoza despliega una gran variedad de aristas. Lamentablemente, la explotación, el empleo en condiciones precarias, el trabajo infantil son realidades con las que se golpea la necesidad de muchas familias en distintas regiones rurales de la provincia (ver aparte).
Un "gustito" extra
Pero, también hay mendocinos que ?aprovechan' esta temporada del año y el vivir en una tierra pródiga y abundante en frutos para hacerse de una "plata extra" con un laburo temporario. Y esto no es de ahora. Rodolfo (75) recuerda cómo llegó a su primer ?usado', en 1960 y con 22 años, cosechando manzanas con su mujer en el distrito de El Peral, de Tupungato, y "prácticamente abandonando" por esos meses la atención en su taller.
"Era nuestro laburo de los meses de verano. Cuando iban llegando las vacaciones, nos acercábamos a hablar con el vecino o con el familiar que tenía finca. La cereza es de los frutales que se cosechan más temprano y, entonces, nos anotábamos para ir con toda la patota de amigos del barrio. Trabajábamos, la pasábamos bien y cada uno juntaba su guita", recuerda Adrián Carmona (37).
Para este tupungatino, con nueve hermanos, ésta era una manera "digna y potable" de comprarse las zapatillas que quería y los útiles que necesitaba para cursar los últimos años del secundario y los estudios que vinieron después sin resentir la economía familiar.
Con lo que sacaba en tiempos de vendimia en fincas de Villa Bastías y San José, Gabriel Videla se pagó sus estudios en un terciario del Valle de Uco. "Fueron buenas experiencias. Más allá del dinero; el esfuerzo, el compromiso y la disciplina que aprendí en aquellos trabajos, me ayudaron a posicionarme de otra manera en mi empleo actual", asegura el sancarlino que trabaja en un restaurante de categoría de la zona.
Así como lavaban autos o hacían repartos en la tintorería de su barrio o improvisaban tareas en la construcción; en tiempo de verano, Gabriel se sumaba -junto a algunos amigos- a las cuadrillas para levantar la producción en distintas fincas de la región.
Los estudios no eran el único motor para ingeniárselas en labores de campo en las que eran totalmente inexpertos. "También nos procurábamos el dinero para salir cómodamente todos los fines de semana: la ropa, los pases al boliche, los pasajes, etc.", cuenta.
Por ser temporales por naturaleza, la mayoría de las tareas agrícolas se prestan para manejos no siempre santos en la negociación laboral. Pero también se constituyen en una opción por un tiempo determinado para muchas personas, que año a año siguen esta costumbre.
Y no es sólo la paga. Son las horas de charlas compartidas al sol, es el asado de fin de cosecha, es el lenguaje sabio del hombre de campo que transmite sus experiencias, son los chistes, las cargadas... No por nada tantos músicos se han inspirado en el escenario de la cosecha para crear tonadas, cuecas y zambas.