Cosecha de recuerdos

Cosecha de recuerdos

Aún cuando el otoño pisa mis pies, la primavera de la niña que habita en mí dejó escapar imágenes infantiles de lindos tiempos vividos, y así tomaron vida esos dos trabajos.

Si bien nací en Buenos Aires, la gran capital, Mendoza me adoptó desde muy pequeña. Aquí forjé mi vida, mis afectos y me enamoré profundamente de este lugar que me dio un hogar.

La vendimia está muy ligada a mi infancia y a mi padre, agricultor de esencia y amante del sol y del buen vino.

Crecí en una viña, correteé por sus hileras y de la mano de ese hombre grande y bonachón, de ojos azules como el cielo, me hice amiga de las cepas. Las vi crecer, fructificar, ser nido de jilgueros y petirrojos, y paleta de colores.

Aprendí de surcos de agua chocolatada, que en su curso manso calmaban la sed de las vides y, generosos, permitían el viaje a mis barquitos de papel llenos de sueños.

Aprendí a adornar los barbechos con lacitos de totora y prenderlos a los hilos de alambre. Llené mis manos de verdes brotes, repletos de energía, en la primavera. Y asistí deslumbrada, en verano, al nacimiento de los racimos.

Mi perro Bongo y yo éramos los primeros en saborear el dulzor de las uvas, en especial la moscatel.

Durante la cosecha, el callejón repleto de sombreros, pañuelos y tachos ávidos de ser colmados y el zumbido bullicioso de esas abejas humanas.

Al pie de la escalera, junto al camión, mi madre con la bolsita de fichas, el preciado premio por el trabajo realizado.

Casi sin esfuerzo vuelven a mis oídos las risas, la alegría por el trabajo compartido entre vecinos, conocidos y amigos, y de tanto en tanto una copla asturiana de mi viejo, con la que deleitaba al auditorio.

Al bajar el sol bajo el parral del patio familiar, la mesa transformada en escritorio y detrás la hilera humana esperando el fruto que permitiera costear un pequeño gusto, pagar una deudita o comprar los útiles para la escuela.

Una caja de cartón guardaba el dinero, sin alarma y sin cerrojos, y yo, con mis pocos años escolares, devenida en auxiliar contable, con mi letra grande y redondita llenaba los recibos que acreditaban el pago.

Mi querido viejo, con su matemática práctica y sin escuela, entregaba los salarios. "¡Eh, don Cesario, redondee un poquito para los caramelos de los pibes!", se escuchaba de vez en cuando.

Nunca vivimos un problema. La puerta y el corazón abiertos de par en par.

Será que los años dulcifican los recuerdos, porque no entiendo en qué vuelta del camino como humanos perdimos la inocencia que hacía de la vida una oportunidad.

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