El Barómetro Global 2013, que acaba de hacer público la ONG Transparencia Internacional, destaca que la Argentina es el país de las Américas en el que más gente cree que la corrupción ha aumentado en el último año: nada menos que 72 por ciento y el segundo detrás de Paraguay, en el que el gobierno es visto como inefectivo para luchar contra la corrupción: un 74 % de los 1.001 encuestados en nuestro país dio esa respuesta, que -por el formato de la pregunta- subestima la percepción popular de que, en realidad, el gobierno, lejos de ser un combatiente inefectivo en la lucha contra el flagelo, es su portador y difusor más poderoso.
Las encuestas, que a nivel mundial alcanzaron a 114.000 personas en 107 países, se realizaron aquí entre setiembre de 2012 y marzo de 2013, de modo que no fueron influenciadas por las denuncias que desde el 14 de abril pasado, fecha de su primera emisión de este año, viene ventilando el programa PPT, de Jorge Lanata.
La última emisión, que incluyó un informe sobre la presunta participación de Luis D'Elía, el líder piquetero, ex funcionario público y embajador informal ante la República Islámica de Irán, en el transporte de combustibles líquidos de la petrolera estatal Enarsa, y otro sobre un caso de narcotráfico, ya en manos de la Justicia, a través de la empresa pesquera más grande de la Patagonia, cuyo titular es un monotributista sospechado de ser testaferro del ministro de Agricultura, Norberto Yauhar, la principal figura K para las elecciones legislativas de octubre en la provincia de Chubut, son ejemplos del modus operandi kirchnerista frente a las denuncias.
En el primer caso, el propio D'Elía explicó -con un video como prueba- que había "plantado" un informante trucho en la investigación. En el segundo, el titular de la pesquera recurrió, cuando fue abordado, al cuco de la discriminación. ¿Acaso él no podía ser un empresario exitoso porque tiene rasgos indígenas?
Las respuestas son inverosímiles o elusivas e ignoran las preguntas más importantes y elementales que surgen de los informes. En el caso D'Elía, por ejemplo. ¿Cómo es que una empresa formada por gente sin antecedentes ni experiencia ni recursos se forma de golpe, alquila vehículos y empieza a transportar combustibles en gran escala para una empresa del Estado?
¿Cómo es que los principales involucrados, inscriptos como monotributistas, están ligados al bueno de Luisito, sea como empleados de la secretaría que ocupó como funcionario, el partido que fundó como piquetero, el programa que conduce en una radio engañosamente llamada Cooperativa (es una Sociedad Anónima) y/o como cobradores de pauta oficial?
Esas preguntas quedan sepultadas bajo el barro de la polémica, las acusaciones cruzadas y el griterío. Si la Justicia alguna vez las aclara, será dentro de muchos años, cuando el episodio sea una anécdota olvidada y los sospechosos hayan perdido la protección del poder.
Traemos aquí estas cuestiones a colación del método oficial, que no consiste simplemente en mentir, sino en algo que, como explica el sociólogo y ensayista Alejandro Katz en su reciente libro, "El simulacro kirchnerista", es mucho más eficaz: simular.
Simular mucho, hasta sustituir la realidad por un simulacro. La mentira, dice Katz, nunca está ausente de la vida política. De hecho, nadie espera de los políticos absoluta sinceridad. Con todo, prosigue, una sucesión interminable de mentiras no es una gran mentira sino un simulacro. Algo que, a diferencia de la mentira, no es contrario a la verdad sino indiferente a ella.
"Al simulador no le interesa mentir respecto de algo en particular (las cifras de la inflación, por ejemplo, o su pasado heroico revolucionario)", escribió Katz en una nota en La Nación. Lo que le interesa es manipular las opiniones y actitudes de su público. Enfatiza:
"Lo importante no es que intenta engañar respecto de cada una de las cosas que tergiversa sino que intenta engañar respecto de las intenciones de lo que hace". Eso es lo que debe ocultar. En tiempos de identidades ideológicas y partidarias frágiles el simulacro sirve al poder como "almacén de coartadas al que sus votantes acuden para elegir los argumentos que justifican su elección". Un amplio repertorio de frases hechas y lugares comunes, con nombres pomposos y divorciados de la realidad: inclusión social, modelo, matriz productiva diversificada, democratización de la palabra, democratización de la Justicia, proyecto nacional, etcétera.
De vuelta, novedades muy recientes sirven como guía. El gobierno acaba de reglamentar la ley, que él mismo había propuesto, que obliga a los jueces a informar públicamente sobre su patrimonio. Es cierto, ahora los jueces, antes exentos, estarán obligados, pero al mismo tiempo los requisitos de información para todos los funcionarios, de presidente para abajo, se han relajado tanto que perdieron sentido.
La mayoría de los datos pasarán a ser reservados, inaccesibles a los medios y al público. Lo que se conocerá serán números globales, basados en estimaciones fiscales. No habrá que explicar los cambios, no habrá que informar operaciones. Reportarán todos, acerca de nada. Un ejemplo muy didáctico de simulacro. Bajo la fachada de la "democratización" y la "transparencia" se produce un gigantesco ocultamiento. Otro ejemplo flamante es el debut de los Cedin: el mismo gobierno que instauró el cepo cambiario como "batalla cultural" contra la dolarización, ahora emite dólares truchos contra el blanqueo de fondos turbios.
Con todo, debe admitirse que el simulacro es exitoso. Como dice Katz, produce votos para el gobierno (aunque probablemente muchos menos que antes) y crea una zona de confort para sus votantes, que se extiende también a los antikirchneristas furibundos, que encuentran en el gobierno la fuente de todos los males. De este modo, explica el ensayista, "las responsabilidades colectivas se diluyen en la autocomplacencia". El simulacro es exitoso para el gobierno porque ha resultado "útil" para la sociedad.
Es imperioso salir del simulacro. Es un requisito para tener futuro.