Transparencia Internacio nal, la reconocida organización no gubernamental, todos los años publica un informe sobre el modo en que los países luchan contra la corrupción pública y los resultados que logran. Este año presentó los resultados a fines de enero pasado y los mismos dicen mucho sobre el estado del mundo y para nosotros, sobre cómo se encuentra América Latina en el promedio mundial.
A fin de tener una visión general, se debe observar que los países menos corruptos son, en este orden, Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur, Suecia y Suiza. Mientras que los más corruptos son Corea del Norte, Yemen, Sudan del Sur, Siria y Somalía.
Vale decir que hay una clara predominancia de democracias consolidadas arriba de la tabla y dictaduras o autoritarismos abajo de la tabla. Se trata de una correlación absolutamente directa: a mayor democracia, menos corrupción y viceversa. Pero la cuestión puede tener un análisis más profundo.
América Latina no es precisamente un dechado de virtudes en la lucha contra la corrupción estatal, sin embargo, hay dos países que figuran bien arriba en su valoración positiva contra este mal: nos referimos, como es de prever, a Uruguay y Chile.
Mientras, como también es de prever, los dos países de nuestra América que son valorados como los más corruptos del continente e incluso del mundo son Venezuela y Nicaragua, dos supuestas “islas revolucionarias”, al decir de muchos falsos progresistas.
El total de países medidos por Transparencia Internacional es de 180, y entre ellos la Argentina se encuentra en el puesto 85, vale decir en la mitad de la tabla. Brasil y Perú han bajado su calificación, Perú ha subido un poco. De todos los países americanos, sumando el Norte y el Sur, la nación menos corrupta es Canadá.
Analizando en particular nuestros países, donde no tenemos democracias tan consolidadas como las europeas, podemos ver que la lucha contra la corrupción y la valoración positiva en los logros de la misma, tiene muchísimo que ver con el nivel y la calidad de las instituciones públicas de cada lugar.
O sea que no se trata sólamente de tener una democracia, sino que la misma funcione lo mejor posible, en particular en lo que se refiere a la división de poderes, el control de los gobernantes y la libertad de prensa, entre otros aspectos institucionales claves.
La Argentina y Brasil, los dos grandes países americanos del cono sur, tuvieron desde que entró el siglo XXI un desarrollo brutal de las prácticas corruptas, nepotistas, malsanas en todo lo que se relaciona con la función pública. Y no se trató sólamente de la corrupción de las oligarquías tradicionales, sino que en estos dos países y en varios más de la región, avanzaron procesos denominados de izquierda, que en su programa proponían luchar contra todos los defectos de las elites dominantes para otorgarle más poder político al pueblo, en particular a los sectores más postergados.
Sin embargo, esos objetivos se cumplieron en una mínima parte, debido a la transformación de los nuevos dirigentes progresistas en algo igual o, muchas veces, peor que las dirigencias que venían a suplantar.
Las investigaciones judiciales llevadas a cabo en Brasil demuestran que el Partido de los Trabajadores de Lula Da Silva corrompieron a prácticamente toda su elite en los vicios del saqueo del Estado, lo que llevó a que en los hechos toda la clase política brasileña, casi sin excepción de partidos, fuera juzgada y condenada por estos delitos. Y su consecuencia política actual fue que alguien muy marginal al sistema de decisiones, Jair Bolsonaro, terminara siendo el nuevo presidente, más por desprecio a la clase política en general que por afecto al nuevo líder presidencial.
Ni que hablar de la Argentina, donde la corrupción que ya venía desde antes se multiplicó al infinito con los gobiernos kirchneristas, ya que fueron directamente los presidentes electos por el pueblo quienes comandaron el saqueo a través de una infinidad de testaferros, secretarios, ministros, choferes y todo tipo de intermediarios que saquearon al Estado de un modo inimaginable.
Es por eso que si la Argentina quiere luchar en serio contra la corrupción pública, que seguramente no terminó con el gobierno anterior, deberá fortalecer su democracia y sus instituciones de un modo extraordinario a través de un revolucionario cambio cultural.