Corrupción, de eso no se habla

El gobierno de Cristina Kirchner, que comienza a transitar el camino hacia su retirada del poder, jamás reconoció que la corrupción enquistada en muchos de sus miembros resultó determinante para la caída de imagen de la gestión y la pérdida de credibilida

Corrupción, de eso no se habla

La negación a mirar hacia adentro y buscar una sana corrección de errores para seguir en el derrotero trazado, ha llevado al actual gobierno a sumar desaciertos de gestión inocultables. La inflación y el desempleo son flagelos que soportan los argentinos como consecuencia de la administración política que va llegando a su fin, sin que ésta haya podido encontrar la solución correspondiente, precisamente, por las dudas y desconfianzas que en materia económica caracterizaron a la administración cristinista.

Encima, el lamentable avance que los Kirchner hicieron sobre los sistemas de medición condujeron a que la incredulidad en los datos del Indec y de cualquier otro dato oficial se instalara para quedarse.

La recuperación para el manejo del Estado de empresas como Aerolíneas Argentinas, más allá de la mejora en la prestación del servicio, puede servir de ejemplo de cómo hacer de los bienes de todos los argentinos un bastión de colonización política con un elevadísimo e innecesario costo.

No sólo no se dice nada al respecto, sino que, además, a quien condujo ese proceso se lo impulsa electoralmente y se lo muestra como estandarte y ejemplo de un modelo al que se busca hacer sobrevivir a toda costa.

Y derivamos entonces en la mayor falencia de este gobierno, la corrupción que nadie admite. Es una realidad muy evidente a pesar de los esfuerzos kirchneristas por someter a jueces y fiscales en la búsqueda de lealtades políticas que permitiesen silenciar esos males. La corrupción de este modelo está presente en el caso de Lázaro Báez, el empresario amigo de los Kirchner eje de las denuncias y consecuentes investigaciones judiciales de lavado de dinero, envío de fondos ilegales a paraísos fiscales y evasión impositiva.

Esa ruta investigativa terminó este año por acorralar a la totalidad de la familia presidencial, pero esa comprometida situación sólo es vista por el Gobierno como una acción desestabilizadora de la oposición y las corporaciones.

Amado Boudou, el vicepresidente más comprometido con la Justicia en muchos años de historia argentina, con dos procesamientos y más de una decena de causas en su contra, instaló con el caso Ciccone el escándalo y hecho de corrupción que más sacudió a la actual administración sin que nada ni nadie lo moviera de su sitial.

La corruptela enquistada en el transporte público también llevó al banquillo de los acusados en la Justicia a más de un funcionario del kirchnerismo y tuvo eclosión en la lamentable tragedia de Once, que por lo menos sirvió para reconocer falencias de infraestructura e intentar modernizar el servicio de trenes.

La corrupción es un mal generalizado en el mundo, sin duda. En nuestra región son muchos los casos vinculados al poder, pero hay una diferencia que no se puede pasar por alto: el reconocimiento y la toma de decisiones. Brasil, a través de su actual primera mandataria, Dilma Rousseff, ha venido siendo un ejemplo de expulsión del poder de funcionarios a los que se les pudo comprobar irregularidades que comprometieron la estabilidad institucional.

Y recientemente la presidenta chilena Michelle Bachelet se vio obligada a reconocer un escándalo generado por su propio hijo, al que no dudó en desplazar de sus funciones.

Todo lo contrario pasa en nuestro país y se ha venido agravando en estos años de un modelo político sustentado en el manejo confuso de los recursos del Estado. No hablar de la corrupción y además negarla en el propio ámbito de gestión pone en evidencia una necia actitud política y una estrategia de claras intenciones autoritarias.

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