De chico, paradójicamente, Sebastián Armenault odiaba hacer lo que hoy es su pasión y su medio para vivir y ayudar a los demás. “Podía jugar horas al rugby, pero no soportaba correr ni 15 minutos...”, revela. Pero un día, cuando tenía 40 años y ya era un ex rugbier, un amigo lo invitó a trotar por los lagos de Palermo.
“Di una vuelta, unos dos kilómetros, y casi me muero, pero aquel día rompí una barrera mental y no paré más”, cuenta quien ocho años después se convirtiera en un ultramaratonista capaz de transitar cientos de kilómetros (hasta 330) por los caminos más inhóspitos y difíciles en desiertos, montañas, salares, polos o circuitos bajo tierra. Y todo por un motivo, ayudar a los demás.
“Jugué 22 años en Banco Nación y me hubiese encantado ser un Puma, pero no llegué ni a la intermedia del club. Era pata dura...”, cuenta Seba. Pero una cosa ya lo hacía diferente, su mentalidad. A aquella primera experiencia en los lagos de Palermo le siguieron 5 kilómetros, al mes pasó a los 10, a los seis llegó a 21 y antes del año completaba los 42.
No sin miedos. “Cuando me subí al auto para ir al maratón me asusté, volví a casa, miré las fotos de mis hijas, agarré 50 pesos y salí. Mis compañeros creyeron que la plata era para bebidas, pero la llevé porque pensé que no llegaría y tendría que tomarme un taxi”, cuenta.
Darse cuenta de que podía superarse lo motivó a intentar distancias que ni estaban en los planes. Y fue en los 170 kilómetros del desierto de Omán cuando tomó una decisión de vida.
“En un momento paré, no daba más... Estaba solo en el medio del desierto, había perdido ocho uñas, me sentía muy cansado, el agua estaba caliente y me faltaba la mitad del recorrido. Pero sentí que debía seguir, que estaba haciendo lo que quería y que tenía que encontrarle la vuelta para hacer de eso mi forma de vida. Cuando volví a Buenos Aires, le avisé en la empresa que dejaba mi puesto de director comercial. Me tiré de un paracaídas porque yo vivía al día y lo sigo haciendo. Pero decidí dar vuelta mi vida y cumplir un sueño. Hoy me siento orgulloso”, analiza.
Los hitos se fueron sucediendo. Los 190 km de la Himalaya-India y Nepal, los 200 de Nueva Zelanda, los 250 del Sahara, los 330 de la Transalpina (4 países), los 250 del desierto de Gobi (China), los 50 del Polo Sur, el maratón en una mina de Alemania que está 850 metros bajo tierra, los 250 en el Amazonas, los 274 del Cañón del Colorado...
En cada una de ellas pasó sufrimientos, incertidumbres y miedos. “Todas tienen dificultades extremas. En el Polo Sur fueron 32 grados bajo cero, en el Sahara 55º a la tarde, para ir a la selva tuve que darme 12 vacunas y dormí en una hamaca paraguaya esperando que no me picara algo que pudiera provocarme el dengue, la malaria o la fiebre amarilla”, rememora.
Cada carrera dura entre 6 y 8 días. Es como el Dakar, uno sale y debe cumplir tiempos en llegar a los check point y al final del día lo espera el campamento para dormir unas horas hasta volver a salir. “Sólo te dan 10 litros de agua”, detalla. Por eso debe correr con una mochila que pesa 14 kilos (lleva comida deshidratada, brújula, bisturí, vendas, bolsa de dormir, aislante y ropa).
¿Cómo lo hace? Increíblemente, con el entrenamiento de un amateur. “Una hora y media, cuatro veces por semana. La idea es demostrar que no tenés que ser un profesional para lograrlo”, dice.
Armenault busca dar mensajes inspiradores. Por eso no le importa salir siempre entre los últimos o a veces ser descalificado por no cumplir los tiempos.
“En esta sociedad sólo parece importar ser campeón o ganar una medalla. Pero yo busco dar vuelta esa idea, por eso mi lema es ‘superarse es ganar’. Un ejemplo: en la carrera en el desierto de Sahara el ganador se llevó 5.000 dólares en premios y yo, que salí 793º, junté 50.000 en donaciones. Entonces, ¿quién ganó verdaderamente?”, reflexiona Seba, quien da charlas (superó las 200) y ya editó un libro.
-¿Qué hacés cuando no das más? ¿A qué recurrís?
-La cabeza es la llave. Hay que jugar con ella y sacarla del pozo. La mayoría de los abandonos son por caídas mentales. Previo a cada carrera, me hago un machete mental de situaciones felices y, cuando siento que no puedo más, recurro a eso. Automáticamente saco de mi cabeza el dolor, el cansancio, la sed, el calor...
En realidad, el combustible interior se lo da su programa solidario. Por cada kilómetro recorrido, diversas empresas hacen donaciones que él luego deriva a hospitales, geriátricos, escuela o comedores, por caso. Seba suma más de 22.000 kilómetros corridos y 4.000.000 de pesos en donaciones.
Y siempre va por más. En José C. Paz, con el aporte de la empresa Weber Saint Gobain, está restaurando un comedor para 60 chicos a través del programa La Huella. Impresionante.