El dato sorprende: según Héctor Rosas, director de Actividades Artísticas de la Secretaría de Cultura, hace 9 años que no se presentaba en Mendoza un ballet con orquesta en vivo. Bache saldado antenoche, cuando se estrenó el ballet “Coppélia” con una cuidada producción íntegramente local. Y el otro dato que llega debiera complacer a funcionarios, pero prender la lamparita de los productores locales: las entradas se las volaron; el público, feliz (anoche repitió).
Y no fue (solamente) la certeza de que el ballet, una pieza muy conocida del repertorio con música de Leo Delibes, es una música chispeante y fácilmente disfrutable. Tampoco la certeza de que la calidad global del espectáculo no iba a desmerecer a la figura invitada (la mendocina Daiana Ruiz, demi-solista del ballet de Stuttgart, Alemania).
Es sencillamente el atractivo que produce entre el público ir a ver algo nuevo y sabidamente bueno. Aunque lo curioso sea que, en esta Mendoza desierta en más de un sentido, ¡ver ballet con orquesta en vivo sea algo novedoso!
La historia nos lleva a admitir que, incluso en los hitos más altos de la danza en Mendoza en los últimos años, como la despedida de Paloma Herrera (2015), la música ha sonado desde un parlante. Algo que no suma desde la experiencia (se supone que ir al teatro es un hecho aurático, irreproducible), tampoco desde lo artístico (se pierde calidez, originalidad y hasta sincronicidad entre discurso musical y escénico).
Algunos conocedores dirán que esto se debe exclusivamente a la limitación del Teatro Independencia, cuyo foso orquestal no es lo suficientemente espacioso para cierto tipo de repertorio. Y aunque esto puede influir, tendemos a pensar que las limitaciones no son tanto edilicias como presupuestarias: la Secretaría de Cultura invirtió, para montar “Coppélia”, alrededor de 500 mil pesos. Un gesto político que no solo beneficia a la diversidad cultural de la provincia, como vemos, sino también a los artistas locales (el 98% de esta producción) y fundamentalmente el público, que agota y aplaude.
La ópera y el ballet parecen ser territorios reconquistados, y sería una pena que las futuras gestiones las desestimaran. Es cierto: son entretenimientos caros de producir, y ciertamente su desarrollo histórico fue gracias a las fortunas que desembolsaron nobles y burgueses. Pero hoy son los Estados quienes deben garantizarlos y resguardarlos. Es más: ninguna ciudad puede aspirar a ser un polo cultural sin una temporada de ópera y de ballet (San Juan, en el Teatro del Bicentenario, las tiene, y es un fuerte para proyectarse culturalmente).
Desde hace mucho tiempo que el consumo cultural no es una cuestión de clase (en la Buenos Aires de 1910, “Rigoletto” llegó a representarse en tres teatros diferentes en una misma noche, para goce de burgueses e inmigrantes). El desafío es (por ejemplo, a través del sponsoreo parcial) lograr que las cosas se produzcan.