Coparticipación: la hora de la verdad

Coparticipación:  la hora de la verdad

En la transición del feudalismo a la construcción de los Estados modernos, los señores feudales tributaban al soberano los impuestos que provenían del trabajo, la producción de sus tierras y del comercio interno. Esto no se traducía en una mayor renta para el señor feudal ni para los siervos sino que se tributaba a la corona. El contrato se sustentaba en la protección que brindaba el monarca a los diferentes feudos de las agresiones externas y, no pocas veces, de las mismas que ejercía el propio soberano.

Esta renta no se acumulaba en forma de capital sino que se destinaba fundamentalmente al consumo que podía o no ser redistribuido con los señores feudales de acuerdo a la conveniencia de la corona o, meramente, a la simpatía y/o lealtad que mostraran estos señores para con el rey.

Por más de 10 años la Nación detentó, usó y abusó de un poder centralizado que le permitió distribuir los recursos de manera discrecional y hasta de forma personalizada, con las provincias, con los municipios e incluso con organizaciones sociales que se erigieron en verdaderos Estados paralelos.

Durante años, se escuchaba decir a funcionarios y periodistas que había que tener “buena relación” con la Presidenta para que le fuera bien a Mendoza. La “buena relación” no tenía que ver con las formas sino con la obsecuencia y la ausencia absoluta de crítica que rozaba con el servilismo.

Más propio de las épocas a las que hacíamos referencia en los párrafos previos, que de la conducta que debieran mantener los representantes de los Estados provinciales, preexistentes a la misma conformación de la Nación.

Tanto tiempo se manejó la relación Nación-Provincias de esta forma que se naturalizó y justificó este accionar en una ecuación simple que cerraba de la siguiente forma: los gobernadores, legisladores, intendentes, se allanaban a las decisiones y anuncios del poder central, votando y defendiendo a rajatabla cuanta medida fuera tomada por el Poder Ejecutivo nacional sin discriminar siquiera los perjuicios que ocasionara a las propias provincias.

A cambio, la Nación otorgaba fondos y obras que se anunciaban prolijamente en las cadenas nacionales de rigor. A veces bastaba una declaración en la prensa, una frase, un gesto para que se “disciplinara” desde la Nación a la provincia o municipio que osaba contradecir la línea oficial.

De la sumisión a la cooperación
Durante todo este tiempo hicimos especial hincapié en la imperiosa necesidad de cambiar radicalmente la relación existente entre la Nación y Mendoza.

No desde un federalismo de atril (que se muestra elocuente y hasta incólume en la defensa de la Provincia y que agacha la cabeza ni bien pisa el primer despacho en la Capital Federal) sino desde la racionalidad y la construcción de una relación de cooperación; no sólo entre el Estado nacional y Mendoza sino también con las demás provincias.

Este planteo se basa en el derecho que tiene la Provincia de percibir los recursos que le corresponden, pero también en la gestión conjunta para alcanzar los objetivos planteados. De nada sirve, y lo hemos visto, superávit récord si hay provincias que deben mendigar al poder central fondos para pagar los sueldos.

De nada sirve una provincia con buena administración y cuentas equilibradas si el Estado nacional no acompaña el esfuerzo con obras y políticas que fortalezcan las administraciones eficientes e invierta en la infraestructura y el desarrollo de las economías regionales. Esto implica un cambio de paradigma en la relación de Mendoza con el Estado nacional.

No hablamos ya de la tan mentada defensa de los derechos de la Provincia sino, en ejercicio de esos derechos, plantear intereses comunes con la Nación y las demás provincias, que permitan criterios comunes a la hora de asignar esos recursos.

Estos criterios tienen que ver con la reparación de las injusticias cometidas en administraciones pasadas, pero no sólo reconociéndolas sino también corrigiéndolas a partir de ese reconocimiento. No se trata ya de “canjear” injusticia por obras. Es programar y pensar las obras e inversiones a encarar en conjunto y evitar que se repitan esas injusticias sin olvidarse de los perjuicios ya ocasionados.

Las obras encaradas por el Gobierno nacional no deben implicar una compensación sino una inversión realizada con recursos que la Nación posee a partir de la recaudación que las provincias realizan y transfieren para su redistribución a las arcas de la República.

En este sentido resultan fundamentales acuerdos serios y duraderos con las demás provincias. No sólo con las que poseen economías regionales similares sino con aquellas que sufren las mismas asimetrías en el reparto de la coparticipación. No hablamos de afinidades partidarias. Nos referimos a la capacidad política de establecer alianzas y objetivos comunes. Primero hacia el interior de Mendoza, con todos los sectores políticos, sociales y productivos; luego, con los demás Estados provinciales y con la Nación.

Dicho esto, repentinamente, algunos dirigentes provinciales, autodenominados “soldados y soldadas”, cambiaron su obediencia ciega por un discurso al borde de la rebelión. Atrás quedaron los días en que, a cambio de algunas monedas para pagar sueldos, tanto el gobernador Pérez como sus legisladores peronistas renunciaban a reclamar las deudas que la Nación tenía con Mendoza votando en contra del Pacto Fiscal.

Hoy sólo pareciera importarles detonar las “bombas de tiempo” que dejaron. Burlando a los mendocinos, por un lado nos hablan de federalismo pero por la espalda reconocen que el sistema previsional se vería resentido sin el aporte del 15%. No importa la viabilidad de las medidas que tomaron horas antes de dejar el gobierno. Cuanto peor mejor, parecen repetir.

Ante la impostura y discursos para la cada vez menor audiencia, respondemos con racionalidad y responsabilidad, y que no significan la sumisión del pasado.

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