Un clásico es un libro leído de una cierta manera. La sentencia es de Borges y perfectamente la alusión al libro podría sustituirse por el tango. Los argentinos hemos resuelto –muy a pesar de Borges- que “Mi noche triste” es no solo un clásico, sino también el hito fundacional, la invención de la escritura, el aterrizaje en la luna, el advenimiento de la señal mesiánica en un calendario que de aquí en más exhibirá, como proponía Gobello, dos eras: la contursiana y la precontursiana.
¿Pero entonces de qué particular manera hemos escuchado este tango, hemos apreciado estos versos? Lo hemos vivenciado, pues, con la perplejidad de quien se contempla a sí mismo, en un nuevo horizonte.
Arriesgo a imaginar que por aquellos meses de 1917, la Argentina escuchó este tango escrito por Pascual Contursi sobre una música de Samuel Castriota, en la voz de Carlos Gardel, con la secreta intuición de estar asistiendo a lo que el tango, en tanto género, podía llegar a ser.
Con innegables antecedentes en la poesía de Evaristo Carriego, en versos populares (españoles y criollos), en el canto de los payadores, en otros géneros de la canción popular ligados a la tradición campera (de hecho el tango que nos ocupa está escrito en décimas octosilábicas), e incluso en algunos tangos anteriores (Ángel Villoldo, Alfredo E. Gobbi, Arturo Mathon) Contursi comienza a desplegar, hacia 1914, lo que finalmente lograría dos años más tarde con Mi noche triste: un tango de amplia acogida popular que cuenta la historia íntima de un hombre que sufre.
El hecho de que haya sido éste el primer tango que cantó Gardel y el primero que grabó, no es un dato menor. Su nombre, la magia de su voz, están unidos inescindiblemente a esta historia.
Distanciándose de la picardía sexual, del alarde de coraje y nombradía de las autorreferenciales apologías de los guapos -frecuentes en las letras de entonces- Contursi canta al hombre, llorando a una mujer; canta al hombre desnudo, al hombre que sufre lo que todos sufren: el amor, el desamor, la soledad, el abandono.
La exposición del argumento sentimental ha dado una nueva consistencia a la música, y ha logrado tender un puente hacia la intimidad del público. Sencillamente lo ha emocionado. Y de ese modo, la identificación personal del espectador con el protagonista del tango ha generado el placer de la contemplación, superando la simpleza (¿o precariedad?) de los recursos poéticos con los que el autor construyó su texto. Una vez más la técnica ha quedado a la intemperie de la emoción, y la canción popular vuelve a lucirse en el misterio de su complejidad: palabra-música-interpretación-espectador.
Pascual Contursi ha sido fiel a su mundo simple en busca de inspiración y allí la ha encontrado, logrando versos de modesta factura pero absolutamente genuinos que cuentan lo que otros letristas de aquel tango incipiente apenas se animaron a contar tímidamente: el despecho ante el abandono de la mujer querida.
De esta manera, deteniéndose con orgullosa melancolía en ese mundo de cosas animadas que reaccionan ante la partida de la compañera (la guitarra, la cama, la lámpara, el espejo), en un lenguaje llano, directo y sazonado con un “uso mesurado del lunfardo” - de acuerdo con la justa observación de Oscar Conde-, se erigía Contursi, con Gardel, como los pioneros del tango-canción. Sobre el acierto de estas dos figuras, los poetas que luego sobrevendrían encontrarán el gigante sobre cuyos hombros pararse, otear ese horizonte y seguir adelante.
Más tarde, el tema del “amuro” con que “Mi noche triste” se ganó su lugar, se convirtió en el tropezadero de muchos letristas. El tango se empantanó de sensiblerías y otras malversaciones poéticas con una letrística parasitaria (tan dañina al género) que consistió en repetir mal y anacrónicamente, lo que Contursi dijo con eficacia, con el intérprete óptimo, en el momento justo. Y la piecita del vate cedió paso a la decadencia lacrimosa de los decorados teatrales, a las insípidas caricaturas del abandono. Pero Contursi no es el responsable de estos excesos posteriores. Su invaluable aporte ya estaba hecho, y bien habido ya su lugar en la historia del tango.
En pocas palabras, “Mi noche triste”, más precisamente esa grabación de Carlos Gardel de 1917, representa la victoriosa irrupción del tango en la tradición occidental del canto al amor no como lugar común sino como ámbito obligado del quehacer creativo y, en general, el ingreso definitivo del tango en los temas universales del arte. Y la verdad es que no había otra forma de hacer del tango la “posibilidad infinita” a la que se refirió Leopoldo Marechal al definirlo.