Si algo ha caracterizado a la política económica nacional en los últimos años es lo que los especialistas denominan inconsistencias técnicas. Estas son contradicciones entre los objetivos que se procuran alcanzar. Entre estos y los medios empleados, envío de señales equívocas a los agentes económicos, bruscos cambios de marcha sin explicaciones.
El resultado se traduce en el desconcierto de las familias y las empresas que deben tomar decisiones en un contexto casi siempre incierto y no pocas veces inquietante. La consecuencia final es una mala asignación de los siempre escasos recursos económicos de los que dispone una sociedad, asignación a destinos poco provechosos para el conjunto de la sociedad.
No pocas veces aun para las personas y las empresas. Esta forma de hacer política económica es la que impide encontrar una senda de crecimiento sostenido y entonces avanzamos a los saltos, con arranques y paradas. Lo que ganamos unos años lo perdemos en otros y al final estamos casi siempre en el punto de partida, somos una sociedad que se estudia como una rareza en el mundo. Los estudiosos se preguntan cómo es que un país con una muy buena dotación de recursos materiales y humanos no logra convertirse en una economía emergente de fuerte crecimiento. Hoy en algunos casos ya no nos ubican ni como desarrollados ni emergentes, integramos un pequeño grupo que denominan “economías de frontera”.
Las situaciones que encuadran en los conceptos anteriores son tantas que sólo cabe citar algunos casos muy evidentes, y van de las cuestiones macroeconómicas a las que afectan sectores enteros de actividad; y no faltan casos de empresas específicas. Ni hablar de sectores sociales como el de los jubilados, sometidos al desprecio de incumplimiento de fallos judiciales concretos. Un caso que viene desde los inicios del kirchnerismo es la política de incentivar el consumo como variable que impulsa el crecimiento de la economía, política de salarios, tarifas, beneficios sociales de diverso tipos y alcances.
Pero esas políticas no fueron acompañadas con similares incentivos a la inversión para que la producción de bienes y servicios pudiese satisfacer la mayor demanda. Posiblemente el caso más inconcebible y de efectos devastadores sobre la economía sea de la energía y combustibles. La destrucción de los contratos vigentes al momento de la devaluación de 2002 llevó progresivamente a un fuerte incremento del consumo, por bajos precios. Pero a su vez las empresas productoras de energía perdían todo interés en invertir, porque esa inversión no era rentable.
En una década pasamos del autoabastecimiento energético, de país exportador, a convivir con un déficit que es una sangría para el balance del comercio exterior. Ahora en la desesperación por recuperar la producción de petróleo, se ha hecho un arreglo poco claro por la expropiada YPF y se pretende modificar de apuro la legislación, posiblemente en desmedro de los derechos de las provincias productoras.
En materia de política de carnes y trigo ocurre algo similar. Medidas carentes del más mínimo criterio de racionalidad económica, desde la fijación precios, restricciones o prohibición de exportar carne y trigo, han concluido con una reducción del stock ganadero y de la producción de trigo. Lo efectos están a la vista, los consumidores deben pagar la carne y el pan a precios exorbitantes. La política del denominado cepo del dólar no impidió la salida de dólares del país. Las severas limitaciones para las empresas que deben importar insumos afectó la actividad económica.
Lo más grave, impedidas las personas de adquirir dólares para ahorrar, como lo han hecho en los últimos 40 años, fueron empujados a la compra de automóviles y bienes durables. Cuando la compra de automóviles de alto precio se convirtió en un buen negocio para quienes tenían dólares y se los recibían a la cotización del paralelo, el Gobierno no tuvo mejor idea que aplicar un impuesto que derrumbó todo el mercado de automotores, nuevos y usados. Ahora el rumor es que el impuesto se reduciría o sacaría. Todos a las espera. Las inconsistencias y los cambios casi diarios de las reglas de juego se traducen en recesión con inflación, la peor situación posible.