La Argentina viene de una década en que la intolerancia brilló por doquier, cuando el conflicto fue exacerbado desde las más altas esferas del poder político, valorándolo como positivo. Generando, como era de prever, enfrentamientos innecesarios, incapacidad absoluta para el consenso y una sociedad en la que todos les echan las culpas a los demás, pero nadie se siente responsable ni causante de nada.
En estos momentos, un relativo empate electoral de las fuerzas políticas le ha permitido a nuestro país un ligero descanso, ya que unos necesitan de otros para poder concretar sus propósitos. Nadie sabe por cuánto tiempo será, pero la Argentina parece estar incipientemente construyendo algunas columnas de la tolerancia que históricamente nunca poseyó en demasía. Habrá que ver si esa virtud puede arraigar con algún tipo de profundidad en una sociedad donde lo faccioso fue rey y la reconciliación escasa.
Sin embargo, así como admitimos que en la Argentina nunca arraigó con fuerza la tolerancia, hay otros países en los que ella sí pudo ser virtud cívica pero que ahora la están perdiendo. Lo que ocurre en los Estados Unidos y en gran parte de Europa, vale decir en los países hasta ahora considerados desarrollados y centrales, el corazón de Occidente, es por demás preocupante.
El miedo al inmigrante deviene rápidamente en discriminación, xenofobia y racismo. La presunción de decadencia genera resentimiento y encerramiento. Y así las virtudes que fueron columnas de las grandes revoluciones del pasado, como la inglesa, la norteamericana o la francesa, se pierden en el mar de la intolerancia y esos países rompen la brújula cultural que les permitió salir de sus grandes tragedias.
Las síntesis, las conciliaciones, los encuentros, los consensos, hoy son palabras subvaloradas y lo que ciertos sectores dirigenciales en pugna contra otros le proponen a la sociedad es aferrarse a sus puros instintos de sobrevivencia en sus peores aspectos. Encerrándose en caparazones de intolerancia, en vez de abrirse al mundo para compartir la herencia común de la humanidad. Puesto que sólo el encuentro entre los diferentes permite la evolución de los hombres en un sentido positivo de progreso y de evolución.
Como escribiera hace muchos siglos el pensador inglés Tomas Hobbes en su famoso “Leviatán”, el hombre se convierte en lobo del hombre si retorna a su estado primitivo, si no es capaz de formular un contrato social (hoy diríamos una Constitución) donde todos concilien sus intereses individuales con los colectivos para así poder vivir en comunidad.
Pues precisamente lo que hoy parece es que el contrato social que nos viene rigiendo desde hace varias décadas, aun con todas sus imperfecciones, se ha roto y sólo aparece como reemplazo el retorno a las más primitivas pulsiones humanas, terreno fértil para la demagogia, en el que los líderes se construyen tentando a lo más inferior de los sentimientos humanos para así simular gobernar a favor de las reivindicaciones populares, cuando lo único que hacen es utilizar para sus propias finalidades egoístas las confusiones sociales de los tiempos de cólera.
En este remolino de pasiones furiosas, la Argentina tiene que cuidar internamente la leve institucionalidad recuperada, más allá de los gobiernos que eventualmente la representen. Y mostrarse ante el mundo como un ejemplo de integración entre naciones y continentes, para que los progresos científicos y tecnológicos puedan ser disfrutados por todos y para que la creciente desigualdad sea revertida.
Pero marchar por ese camino hace imprescindible desarmar los odios mediante la virtud hoy vital e indispensable de la tolerancia.