La noticia que, en el deseo colectivo de los sanos y razonables, debe ser la noticia de un día y nada más, porque el hecho llamativo se produce muy esporádicamente, ha pasado a ser la noticia de todos los días. Me refiero, en específico, a los artículos permanentes sobre la violencia instalada en la sociedad, la que se propaga en forma reiterativa, asoladora, preocupante.
La violencia que nos rodea es desayuno, almuerzo y cena de la devastación. Tragamos aquello que los cobardes delincuentes del desorden nos ponen en la mesa para que nos atoremos hasta el vómito.
Nuestra casa, establecimiento, negocio, automotores, billeteras, celulares y, hasta lo más preciado, la vida, están a disposición de malvivientes socorridos y protegidos por un sistema inepto.
La calle no es el lugar donde la ciudadanía transita para realizar sus actividades en paz. Es el ambiente sometido al capricho belicoso y estúpido de los que desprecian a otros porque “esos otros” son víctimas. Víctimas elegidas al azar o víctimas de planes cuidadosamente establecidos por atacantes con el único propósito de despojar y llevarse lo que no les pertenece.
Después... echen un galgo. Lo quitado no aparece más. Y la vida que los malhechores se llevaron, ésa, tampoco retorna. La muerte del atacado es trágica desgracia provocada por perturbados infelices con cerebros de mosquito. Y decirles delincuentes a los mosquitos es agraviarlos porque son menos dañinos que los asaltantes.
La violencia diaria está en lo que yo creía que era una pasión: el fútbol. No. El fútbol ya no es una pasión. Es el delirio de la necedad. Hoy, el partido entre dos equipos amados por ciudadanos diferentes es el espacio propicio para manifestar la bronca que divide, quiebra y maltrata hasta la sangre. Eso no es pasión. No es el sufrir del corazón para ganar ni el invocar cábalas o santos para que una pelota vaya hacia el arco opositor.
El partido de fútbol denota el lugar adecuado para sacrificar corderos comidos por lobos mal paridos. Ir a la cancha es prepararse para vivir y morir en una batalla entre dos bandos; una guerra propiciada por mentes asesinas para liquidar a inocentes.
Somos testigos de una sociedad desquiciada de “ellos” contra “ellos”. No hay iguales, sólo diferentes. Nadie es mi hermano; el que tengo enfrente es mi enemigo. Aquí no somos todos argentinos, no somos seres humanos. Para los violentos los otros son “cosas” que se destrozan como quien parte leña para prender fuego. Y el fuego bien que se prende. Basta saber lo sucedido entre River y Boca.
Existe un agravante: están los que destruyen vidas y se apropian de lo ajeno porque aspiran a incrementar sus patrimonios en propios beneficios, sin considerar que la ganancia obtenida es ilícita; pero, además, existe el espécimen humano que destruye y mata porque no quiere al prójimo y tampoco se quiere a sí mismo. No se acepta y no acepta a quienes tiene a su alrededor.
Piensa: si hago daño y me daño no me importa. Esta clase de gente milita entre los crápulas de la peor calaña. No han hecho nunca un examen de conciencia, no se arrepienten ni se culpan.
Lo antedicho me ha llevado a deducir que si entre ellos -los hombres- se atacan sin consideraciones, balazo tras balazo, palo tras palo, herida tras herida (como en el fútbol), con la misma saña desconsiderada, alevosa, discriminadora y asesina, estos hombres (los que “parecen” amar al fútbol y al club de sus pasiones) son tan mediocres y nefastos como los hombres que atacan a las mujeres, niñas y ancianas en una vileza escandalosa.
Golpean, desfiguran, torturan y queman cuerpos, matan y sepultan bajo cemento o tierra a la que es su compañera. Maltratan física y psicológicamente a las mujeres porque son mujeres. Consideran a las féminas objetos despreciables sin ningún valor. Degradan porque son hombres caídos y quieren que las mujeres vivan en el infierno que ellos mismos inventan.
El cuadro que presenciamos de nuestra sociedad es aberrante: la solidaridad está diluida, la misericordia no existe, la piedad es un mito, el respeto y el amor al trabajo pretensiones de ilusos, los valores del espíritu una utopía.
Y sí, hoy ellos están contra ellos; humanos-hermanos que se odian, porque en los sectores violentos la tolerancia y comprensión son malas palabras.
Y sí, hoy ellos están contra ellas por una malevolencia cruel que se aprende de malos ejemplos y se transmite de generación en generación como herencia consentida, desvalida de protesta efectiva. Y sí, la violencia se instala en la sociedad, se sienta en su silla de reina oronda por un fanatismo que se incrementa dado que la vida de los otros no vale nada.
Los paradigmas de conductas a seguir se espantan con el propicio favor de criar niños y adolescentes más propensos a gastar que a educarse, más decididos a encerrarse en el celular y la computadora, en la navaja, en el revólver y en la fuga transitoria de la realidad que provocan las adicciones, antes que en compatibilizar para mejorar su entorno. ¿Para qué ser buen ciudadano si la inmoralidad y la corrupción obtienen por igual el patrocinio que justifica vicios y maldades?
Entonces, la sociedad pacífica y segura, la que como institución protege a la familia y que es la base del Estado bien organizado, en donde se supone que debe campear la justicia, la encontramos mellada. Nuestra sociedad navega a la deriva en el mar de la desatención por parte de los responsables que la representan.
Resulta doloroso darse cuenta de que los que tienen oídos no escuchan, Ciegos, no ven que en nuestro suelo, propenso a tanta violencia, avanza otro mal mayor: la droga.
Esperemos, por tanto, las noticias de transgresiones e ilegitimidades frecuentes hasta que nos encerremos entre túneles y sótanos construidos para protegernos de la impunidad, para que hagan sus fiestas los cárteles y seamos prisioneros sumisos de un mundo dado vuelta, donde un todo de dinero espurio, comprador de voluntades, va contra todos. Esperemos la muerte; la que hoy nos acecha a cada hora porque la protección es nula. Lamentable.