Se ha dicho siempre que Mendoza es tierra pródiga en poetas, pero no tanto en narradores. La aseveración es atendible, pero su pertinencia es difícil de medir. Ciertamente, de aquí han salido algunos nombres que la lírica argentina apunta como esenciales. Para nombrar sólo algunos:Alfredo Bufano, Américo Calí, Ricardo Tudela, Abelardo Vázquez, Jorge E. Ramponi, Armando Tejada Gómez, Fernando Lorenzo o Graciela Maturo.
Sin embargo, la fama de la narrativa mendocina está menos canonizada que la de la poesía. Quizá porque la misma abundancia de nombres rutilantes no aparece con claridad, lo cierto es que, a pesar de todo, de Mendoza han surgido al menos dos de los narradores más notables de la Argentina, muy distintos entre sí en estilo y alcance de su obra:Antonio Di Benedetto y Liliana Bodoc.
La magnitud de tales firmas es lo que nos permite decir, entonces, que hay un terreno quizá no del todo conocido o a veces descuidado, que tal vez sea tiempo de descubrir.
Y es que ciertamente Di Benedetto y Bodoc no han sido los únicos que han ofrecidos obras narrativas notables. Baste recordar también, sea en la novelística o en el cuento, a firmas tales como las de Juan Draghi Lucero, Iverna Codina o Narciso Pereyra. Con referentes claros o sin ellas, lo que es innegable es que Mendoza igualmente ha seguido cobijando a narradores, cuya obra se va creando a veces en silencio.
En estos tiempos la lectura vuelve a resurgir como un bien cultural que tiene otras virtudes fuera de las estrictamente estéticas. Y por eso, Los Andes ha puesto la mirada en 10 narradores mendocinos contemporáneos para ofrecer a sus lectores 10 cuentos inéditos.
El arco elegido es amplio, y también el de los estilos. Comienza con la destacada autora Susana Tampieri (nacida en 1934) y culmina con Sofía Criach (1989). En medio aparecen autores destacados, premiados y consolidados en la narrativa, como Mercedes Fernández, Pablo Colombi, Fernanda Rodríguez Briz, Fabricio Márquez, Javier Hernández, Fabricio Capelli, Hernán Schillagi y Pablo Altare.
Domingo tras domingo, a partir de hoy, las páginas del diario ofrecerán un relato por vez. Se podrán ver, así, cuentos que navegan por las aguas del absurdo, otros que apuestan por el relato psicológico, algunos declaradamente fantásticos y otros más de cuño netamente realista.
En cualquier caso, a través de estas páginas saldrán de su carácter de inéditos, siempre acompañados por una ilustración original de Gabriel Fernández.
Esta muestra, que creemos claramente representantiva de la cuentística mendocina de hoy, acaso sirva para pensar en si, ahora sí, mendocina también es tierra de narradores.
Matar el tiempo
por Susana Tampieri (*)
Recuerdo el martes en el que decidí matar el mañana. El miércoles era un día sin brillo, un intermedio aburrido. Un paréntesis inútil, sin estilo propio: un puente entre la primera y la segunda semi-semana.
La tarea no fue fácil. Ni se dio cuenta. Fue una conspiración de relojes entusiasmados por la disminución de horas de trabajo. No hizo falta una huelga, ni sucios convenios sindicales. Quedó una especie de agujero negro, entre el martes y el jueves. Algunos desprevenidos cayeron en él. Había que sortearlo con astucia, para no caer absorbido por su magnetismo.
Muy pronto comprendí que el jueves me importunaba. Había quedado agrupado en el fin de semana, mientras que lunes y martes, heroicos, se mantenían por sí mismos. Y eso que el odio al lunes es generalizado. El jueves estiraba inútilmente el week end. Generaba expectativas que luego naufragaban en el viernes. Prometía cosas como un político tramposo. El jueves empezó a fastidiarme en serio. La semana quedaba desequilibrada: dos días independientes y luego cuatro enhorquetados. No era correcto. En pro de la inmovilidad –es decir, la paz– que traería aparejada dos plazos iguales, decidí liquidar al jueves.
Los relojes, cebados por el ocio, sentenciaron su muerte de agujas. Y así se agrandó el agujero negro, que ahora separaba el martes del viernes.
Al tener dimensiones mayores era imprescindible transitar con sumo cuidado. Los bordes del agujero negro aumentaron su magnetismo y atraían como cantos de sirenas. Lo más práctico era retroceder, tomar impulso y saltar. ¡Zas! Del martes se aterrizaba en el viernes.
El viernes tenía un encanto particular. Servía para elaborar planes. Si bien su ritmo era tan intenso como cualquiera de los otros días laborables, este involucraba un mensaje de esperanza, de renovación, de cambio. Algo, sin duda tentador, nos aguardaba. ¡Mentira!, dije. Es una mentira. Sólo sirve para engañar a incautos. No hay nada después. ¿Acaso trae algún contrato firmado de renovación? Sólo promesas huecas. ¡Abajo el viernes!
El procedimiento fue aún más sencillo. La censura parecía haberse ensañado con los almanaques. Gruesos trazos rojos o negros borraban los días que habían sido eliminados.
Ahora la semana sólo tenía un lunes, un martes, un sábado y un domingo. Tres días hábiles. ¿Hábiles? Hábil significa astuto, idóneo, adecuado… ¿Es que esos días «hábiles» lo eran?
Nuestra supeditación a su rutina cruel no sólo negaba que fueran astutos, sino que quedaba claro que estaban allí para nuestra frustración. Ordenados para desgastarnos. Para adelantar nuestra vejez, para limarnos en la aspereza de su demanda. Me sorprendió la prontitud con que fueron eliminados.
Quedé encerrada en el domingo. El domingo era mi espacio y mi tiempo. Era mi eternidad de un día. Ni Einstein hubiera podido imaginarlo mejor.
La sublimación del ocio. La quintaesencia del «no hacer». El homo anti-faber. El júbilo del alba nos protegía del agujero en torno nuestro, tal como un foso de castillo medioeval, adonde se habían desplomado los otros seis días.
Advertí entonces las limitaciones en que había caído. Si estiraba un pie quedaba suspendido en la nada… porque si salía del domingo, no tenía adonde ir.
Espacio y tiempo convertidos en una celda de implacables veinticuatro horas.
Era una eterna sucesión de descanso. Descanso de descanso es la nada. Estaba asediada por la nada. ¿Habrá imaginado esto mi amigo Jean-Paul Sartre?
Intenté hallar una salida pero el espacio, enorme basurero de minutos descartados, me lo impedía.
Tomé una decisión: este amanecer, calcado a todos los otros amaneceres, me arrojaré al agujero negro en el que los demás día caen en torbellino, por el túnel del anti-tiempo.
Sé que no tendré futuro pero, al menos, me encontraré con mi pasado.
(*) Nació en Buenos Aires en 1934. Estudió en la Universidad Nacional de Córdoba, donde militó en la Federación Universitaria. Es traductora de inglés y notaria pública. Radicada en Mendoza desde 1963, produjo el grueso de su obra en esta provincia. Ha escrito 35 obras teatrales, estrenadas en diversos puntos del país, Montevideo, Londres y Tel Aviv, y mereció diversos galardones.
Su novela “Nadie muere del todo en Praga” fue editada por Ediciones Corregidor y presentada en 2003 en Buenos Aires por la embajadora de la República Checa en la Argentina. Traducida al inglés por ella misma, fue publicada por Slavia Nova y presentada en Praga por el profesor Zdenek Kirschner, decano de Artes de la Univerzita Karlova.
Tiene en su haber ensayos y cuentos como “Melquisedec” (que mereció el primer premio de la Bienal de Mendoza), además de libros de poemas y colaboraciones con Los Andes en su sección literaria. Entre sus obras destacan, en teatro: “Cantando las cuarenta”, “Cóndor”, “Gineceo” y “Lengua a la vinagreta”. En narrativa, las novelas “Nadie muere del todo en Praga” y “De polen y ceniza”.