Hace algunos meses, en una cena con amigos, alguien preguntó cuál nos parecía el mayor invento de la historia. La electricidad, la imprenta, la microelectrónica, empezaron a enumerar. Yo dije: el alfabeto. Porque ¿qué habría sido de la humanidad sin esa capacidad para comunicarnos a distancia, para almacenar datos, para compartirlos, para registrar la realidad, para reinventarla y embellecerla a través de la palabra escrita?
El primer alfabeto lo crearon los trabajadores semitas en Egipto hace 4.000 años. Ese protoalfabeto fue desarrollado después por los fenicios y refinado por los romanos: las manchitas de tinta que hoy depositamos alegremente sobre el papel tienen detrás una larga historia. Aprender a escribir es algo formidable. Es una de esas cosas dificilísimas que hacemos sin darnos cuenta de su complejidad (otra es andar). Y la escritura está tan íntimamente relacionada con lo que somos, es algo tan personal y tan ligado a todos los rasgos y accidentes de nuestra vida, que no hay dos letras iguales. El prestigioso
Laboratorio del Servicio Postal de Estados Unidos realizó un estudio durante varios años sobre 500 parejas de gemelos y mellizos, y descubrió que, pese a compartir genes y biografías, la letra de los hermanos no se parecía más entre sí que la de cualquier pareja de individuos. La escritura es tan única como una huella digital, pero, a diferencia de ésta, se ve alterada por las circunstancias (como, por ejemplo, una noche sin dormir) y puede cambiar mucho a lo largo de los años. Nuestra letra es un espejo de nuestra existencia.
Pensaba en todo esto en París, hace unas semanas, mientras visitaba una preciosa exposición de la Biblioteca Nacional de Francia: Manuscrits de l’extrême, Manuscritos de lo extremo, una colección de textos redactados en circunstancias críticas. Divididos en cuatro apartados (Prisión, Pasión, Posesión y Peligro), la muestra exponía diarios de duelo, verdaderos sollozos atrapados por la punta de la pluma; billetes amorosos con dibujos obscenos que parecían temblar de deseo; textos agónicos y apresurados escritos en la tenebrosa antesala de la ejecución; diminutas tiras de papel cubiertas con una letra microscópica, sólo visible con lupa, anotadas clandestina y heroicamente desde la indefensión del prisionero. Había autores famosos y otros anónimos, pero todos los mensajes nacían de la urgencia más absoluta, casi diría de la necesidad de expresarse o morir. La escritura como salvación hasta de lo insalvable.
Algunos de los textos redactados en la cárcel estaban hechos con la propia sangre y sobre pedazos de camisas, porque no disponían de otra cosa: si se exponían a tanto para garrapatear esas palabras ansiosas, ¡qué importante tenía que ser para ellos! Me impresionó un pequeño libro de horas de María Antonieta; en una hoja en blanco había una nota fechada a las 4.30 del 16 de octubre de 1793, es decir, del día en que iba a ser guillotinada a los 37 años de edad: “Dios mío, tened piedad de mí, mis ojos no tienen más lágrimas para llorar por vosotros, mis pobres niños. Adiós, adiós”, escribió en francés. Y después, la firma, grande, entintada, temblorosa. Un último mensaje para sus hijos que escondió entre las páginas de su librito de rezos.
Me estremecieron especialmente los textos de enfermos mentales, abigarrados, alienígenas, heridos por el negro terror del dolor psíquico. Y también una impactante frase escrita a toda prisa bajo el asiento de una silla de madera utilizada en los interrogatorios de la Gestapo: “Con todo el afecto a mis camaradas femeninas y masculinos que me han precedido y que me seguirán en esta célula. Que conserven su fe. Que Dios evite este calvario a mi amada novia”. Imagino al miembro de la Resistencia anónimo o anónima que garabateó estas palabras entre torturas y se me encoge el ánimo. Y al mismo tiempo, ¡qué hermosa, qué conmovedora esa esperanza en la escritura como instrumento de supervivencia! Más allá de la muerte y del infierno en vida están el consuelo y el milagro de la palabra. En el tranquilo placer de las lecturas de este agosto, pensaré en el poder que nos otorga la escritura. Feliz verano y hasta septiembre.