Cierta vez le preguntamos a Daniel Divinsky y Kuki Miller (ambas almas de Ediciones De la Flor) qué feria del libro les parecía imperdible. “¡Guadalajara!, contestaron sin dudar. Y Kuki agregó: “Ahí tenés toda la gama”.
Toda la gama de la literatura hispanoamericana, pues, se congrega por estos días en la ciudad del oeste de México. Pero no todo es tequila y mesas-debate en la FIL, cuya apertura fue antecedida por la desaparición de los 43 normalistas.
Como este año Argentina tuvo el honor de ser el país invitado, nuestros escritores están viviendo allí una experiencia doblemente intensa: pasan de las presentaciones de libros a las megamarchas, de las mesas editoriales a las calles empapeladas con frases del tipo “Fue el Estado” o “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
Desde el Zócalo del DF, puede que muchos hayan escuchado el eco del “¡Regrésenlos!”, el discurso que pronunció la autora mexicana Elena Poniatowska tras la primera marcha multitudinaria. Y puede que se hayan esparcido por los pasillos de la feria algunas de sus frases: “Así como se dice ‘Sin maíz no hay país’, sin los jóvenes no hay nada”.
Pero el tema de Ayotzinapa amerita otro suplemento. Aquí, el asunto es que sesenta representantes de las letras argentinas están en Guadalajara pensando, pensándose, en el panorama de la literatura hispanoamericana actual.
Porque, al parecer, la primera inquietud que encuentra todo autor argentino cuando sale de sus fronteras es la siguiente: ¿Cómo escribir después de Borges y Cortázar? Un asunto bastante perezoso para nosotros pero verdaderamente intrigante para aquellos que sólo han dado con “Ficciones” o “Rayuela” como obras insuperables del imaginario argentino.
¿Qué hay de la literatura argentina después de Borges y Cortázar?
"-¡Maten a Borges!"- dicen que exclamó Gombrowicz cuando se estaba yendo de la Argentina a bordo del Federico Costa. Y la leyenda corrió más como pólvora cultural que como bronca íntima. Suponemos que no se caían. O que ambos bromeaban para jugar con los otros.
Gombrowicz decía que Borges escribía libros aburridos, que se había vuelto demasiado borgeano, que era un asiriobabilónico metafísico, retórico y rebuscado. Borges decía que a Gombrowicz lo vio una sola vez, que le pareció un histrión, que se declaró conde para pedirle a otros que le limpiaran la pieza.
Como sea, el gesto del polaco (que también arremetió contra los poetas) esparció el mandato latente de que había que despegarse de ese ícono narrativo nacional. Más porque en ciertos sectores de la narrativa -y el periodismo cultural- los “borgeanismos” se habían vuelto insoportable.
“Borges no era un aerolito como se lo hace aparecer ahora. Borges trabajó como trabajamos los escritores en Buenos Aires: hizo de todo, como todos nosotros hemos hecho de todo (…).
Publicó en cualquier lado donde le pagaran un poco y en todos lados iba con el mismo estilo (…) No era un personaje que bajó desde no se sabe qué altura”, dejó claro Piglia en sus conferencias televisadas.
Es cierto que la obra de Borges llegó al colmo del despilfarro teórico, de la manipulación retórica, de la devoción y de la alharaca. Eso ya lo retomó Alan Pauls en su ensayo “El factor Borges” (1996) que empieza, sin embargo, con una nueva dirección: “La literatura argentina actual no tiene escritores borgeanos.
Busquen el estilo, el tono, la prosa, el programa narrativo, los temas que hicieron célebre al maestro y no los encontrarán en ningún lado. Es una suerte que deberíamos celebrar”.
Está bien: Pauls escribió eso en el ‘96. Pero apenas el domingo pasado Leila Guerriero lo reafirmó en las páginas del diario español El País. “¡Cómo escribir a la sombra de Borges, Cortázar y Bioy? ¿Cómo no hacerlo?”, se tituló su columna.
Y dice: “Pensaba, también, que una posible respuesta no debería desconocer otro dato obvio: que esos autores están bendecidos por algo que los contemporáneos aún no tienen: la perspectiva del tiempo.
Borges no siempre fue Borges, Cortázar no siempre fue —incluso ahora: no siempre es— Cortázar. Pensaba, finalmente, que la mejor respuesta la dio, en la revista Letras Libres, Horacio Castellanos Moya: ‘¿Cómo escribir después de Borges? ¿Cómo escribir luego de Homero? (...) ¿Cómo escribir luego de Cervantes? ¿Cómo escribir luego de Flaubert? (...) Pues de la misma forma que se ha venido escribiendo a lo largo de los siglos’.
¿Se puede escribir en la Argentina a la sombra de esos nombres? Si para escribir se empieza por leer (¿quién quiere escribir si no ha leído?) la respuesta sería, más bien: ¿cómo no hacerlo?”.
Martín Caparrós hace otro tanto. Ante la misma pregunta, Caparrós se desliza: “Lo difícil fue escribir después de Cortázar. Borges hizo de su literatura un mejillón: cerró casi todo lo que llegó a tocar. Sus textos no planteaban, para el neófito entusiasta, más problemas que el de reconocer que había llevado su escritura a una vía muerta.
Imitar a Borges era una tontería: cualquier párrafo con espejos o laberintos que fatigara una página de arena olía tan fuerte a tigre mal soñado. (...) En cambio, Cortázar ofrecía algo mucho más tentador: un ritmo, una respiración, una forma posible de acumular palabras —además de un mundo de culturas pop coquetas hecho de jazz, París, Guevaras sobrehumanos, ocultismos varios—.
Pero lo básico era la música de su prosa, y esa música impregnó la de tantos argentinos que empezaron a escribir en los 60 y 70. Por eso, después, el rechazo: había que sacudirse esa pátina demasiado visible, que cortarse la lengua paterna.”
Fue el ruso Viktor Shklovski quien acertó a decir, entre otras genialidades, que la herencia literaria se transmite, no de padre a hijo, sino de tío a sobrino.
Lo que hace pensar que el joven Borges, en vez de tomar a un Lugones como padre literario, prefirió ligarse a la prosa más íntima de un Evaristo Carriego. ¿Cómo se construyen los vínculos literarios más fértiles? Es una cuestión de elecciones afectivas. Y de una delgada línea que une tíos periféricos y sobrinos rastreadores, capaces de somatizar tal encuentro.
“Hoy lo más notable de la literatura argentina es que ya no muestra influencias fuertes del uno o del otro: aquellos padres, más que muertos, se volvieron presuntos, putativos. Tanto que su lección más decisiva —que nuestro lugar en el extrarradio del mundo nos permitía hablar de cualquier cosa, del mundo— ya no cursa.
La narrativa argentina más reciente abandonó el cosmopolitismo de los putativos para encerrarse más y más en su provincia: se latinoamericanizó. Ni el uno ni el otro, imagino, entenderían”, cierra Caparrós.
Argentinos en Guadalajara
¿Cuáles son las voces argentinas más destacadas en la Feria del Libro de Guadalajara?
Si vamos a los números, el autor argentino de más éxito es Julio Cortázar. Claro: es su año. Y Guadalajara se suma a la celebración del centenario de su nacimiento.
Entre los más vendidos, sobresale Claudia Piñeiro, la autora de “Las viudas de los jueves”, que lleva vendidos 150.000 ejemplares, algo inaudito en Argentina. Y le sigue Eduardo Sacheri, autor de “La pregunta de sus ojos” que inspiró el filme de Campanella. Sin embargo, hay nombres que sobrevuelan en las librerías de aquí y allá y que son pedidos cada vez más en las librerías.
Una es Selva Almada, la entrerriana de 41 años que deslumbró desde su primera obra “El viento que arrasa”, novela que en Argentina va por su sexta edición y se ha traducido al francés, italiano, portugués, alemán y sueco, entre más. Otra es Fernanda García Lao, la mendocina radicada en Buenos Aires que, ya con seis libros editados, sorprende con una narrativa libre y experimental.
En torno a esa generación también se oye la voz particular de Samanta Schwebling, quien, después de dos fascinantes volúmenes de cuentos, acaba de publicar su primera novela, “Distancia de rescate”.
Hay una pregunta más: ¿qué escritor es el más influyente entre estos autores contemporáneos? Según una encuesta realizada por El País, la respuesta que dan varios editores consultados es César Aira.
También Juan José Saer. Pero no hay forma de desoír la presencia de Fogwill y Lamborghini, dos tíos poco traducidos fuera de Argentina pero imposibles de ignorar.
El sueño de Gabriel
La FIL Guadalajara de este año tiene iguales dosis de contemporaneidad y agradecimiento. Por un lado, por allí pasan todos los caminos presentes y futuros de las letras hispanohablantes; por otro, se rinde homenaje a los escritores clave que han fallecido en el último año (Gabriel García Márquez, José Emilio Pacheco, Juan Gelman...).
Y se recuerdan los centenarios de nacimiento del mexicano Octavio Paz y de los argentinos Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares.
Pero la presencia del Nobel colombiano sobrevoló cada una de las mesas. En especial aquella misma en la que se sentó en 2008 y que ahora contó con su amiga y escritora Ángeles Mastretta, que rompió el silencio con una certeza: “Morirse no será lo suyo, morirse para García Márquez va a ser más difícil de lo que lo fue para Aureliano Buendía”.
Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Nacional de Periodismo Iberoamericano (FNPI) que el propio escritor fundó, contó que. Gabriel García Márquez vivió con la obsesión de fundar un periódico, el mejor de América Latina.
“No quiero que se me recuerde por Cien años de soledad ni por el Premio Nobel, sino por el periódico. Nací periodista. Quiero que hagamos el mejor diario de América Latina (...) que nunca nos rectifiquen”.
Ahora, en el contexto del México encendido por las marchas, es un sueño pendiente.