Tal como explica Hannah Arendt en La condición humana, la satisfacción de las necesidades básicas ha sido tradicionalmente confinada por las diversas culturas a ámbitos de privacidad y/o intimidad. Las tareas relacionadas con ellas están vedadas a la exposición y el dominio público.
Esto es más evidente en unas necesidades que en otras. Nos lavamos, orinamos o defecamos en soledad, siempre que sea posible. Mantenemos relaciones sexuales en un contexto de intimidad.
Las mujeres paren acompañadas de alguien que las asista o algún familiar cercano. Dormimos solos o en compañía, pero en un lugar reservado.
Hasta para agonizar buscamos algún sitio apacible y apartado, cerca de los nuestros.
Ninguna de estas cosas se realizan en público. Hacerlas voluntariamente en esas condiciones provoca escándalo o es ilegal. Y si alguien es obligado a hacerlo a la vista de todos es para humillarlo. Es parte de la dignidad humana el tener un ambiente de privacidad/intimidad.
Con la alimentación se da algo particular. Comer y beber satisfacen necesidades básicas, a la vez que constituyen acontecimientos sociales por excelencia. Acostumbramos a comer con familiares, amigos o compañeros. Pero no por eso son actos públicos. Requieren privacidad y están rodeados, como ningún otro, de hábitos, ritos y reglas, específicos.
Pocas cosas hay más tristes que comer solo. Buscamos la compañía para comer, aun cuando estemos en un contexto en el que no conocemos a nadie. Usualmente lo hacemos en un ambiente alejado de tensiones, relajado, en el que comer y beber sea una experiencia sana y placentera.
Siempre procuro seguir el consejo que me diera, poco después de mi graduación, un viejo y queridísimo profesor colombiano: "Evita los almuerzos de trabajo: almuerzas primero mientras conversas de algún tema agradable, y trabajas después".
Está muy difundida la máxima social de que en la mesa no se habla de política ni de religión. La advertencia no se dirige tanto a la política o a la religión en sí (¿qué pasaría si no con el Cristianismo, cuyo ritual fundante es precisamente una comida en común?) sino a cuestiones que pueden dar lugar a fuertes disputas que amarguen la reunión ante la mesa. No sé por qué los asuntos de dinero no se incluyen entre los temas tabú.
El principio de privacidad se verifica hasta en las comidas protocolares: es posible que en algún momento (preferentemente hacia el final) haya tiempo para los discursos de uno o varios oradores, pero a nadie se le ocurre desarrollar una asamblea o una negociación en medio de una comida.
Se la considera un momento para la distensión y la camaradería.
Comer en vivo
Resulta por eso sorprendente la larga tradición de la televisión argentina de programas de actualidad periodística basados en una situación de desayuno, almuerzo o cena.
Destaca el tradicional Almorzando con Mirtha Legrand, pero existen imitaciones más o menos exitosas, desde el satírico Almorfando con la Chona a Sábado Bus, Podemos Hablar o Morfi, entre otros.
Aparentemente es un formato de origen italiano. Roberto Galán tuvo la idea de replicarlo en la Argentina y fue quien primero se lo propuso a Mirtha, pero finalmente lo llevó a cabo Alejandro Romay.
El esquema es sencillo: se reúne a varios invitados de diferentes ámbitos -usualmente personalidades reconocidas, pero también gente sencilla que adquiere algún tipo de trascendencia- en torno a una mesa presidida por un anfitrión, que dispara preguntas y comentarios, unos más simpáticos y condescendientes, otros punzantes, críticos o incómodos.
Todo responde a una instalación ambiental en clave de kitsch, de exaltación del mal gusto. Desde lo más evidente -los decorados, el mobiliario, la pompa vulgar del servicio de cubierto, las publicidades no tradicionales: una estética concebida desde la idea que las gentes sencillas se hacen de los hábitos de la clase opulenta- a la situación en sí.
Gente interrogada y forzada a mantener un diálogo más o menos coherente mientras intenta actuar con naturalidad ante un plato de comida.
Es decir, comiendo o fingiendo comer. Algunos no lo consiguen y se nota: los platos se retiran intactos. Difícil de justificar en un país con 30% de pobres.
Notas (recientes) de observación: una sencilla y acongojada mujer, que acusa a su ex marido de haber asesinado a su pequeño hijo con síndrome de down, participa del brindis que propone la diva; la hermana de una tripulante del ARA San Juan responde a las sucesivas preguntas anegada en lágrimas y con un nudo en la garganta, hasta que despierta algo de compasión y puede descansar en silencio; una conocida escort del medio local lee una lista de celebridades supuestamente vinculadas con la red de pedofilia, ante la pasividad de la anfitriona; un candidato presidencial es literalmente vapuleado ante el plato principal y el postre por la diva y algunos de los invitados.
Las condiciones del diálogo
Una situación tan antinatural y forzada debería despertar repugnancia a cualquier televidente con un mínimo de sentido común. Y sin embargo, las mediciones de audiencia se mantienen invariablemente altas a lo largo de los años. ¿Cómo se explica el éxito de los almuerzos en televisión?
En primer lugar la indiscutible popularidad de la conductora. Desde antes de que la televisión dominara el mundo del espectáculo y hasta hoy, cuando su hegemonía parece declinar, Mirtha Legrand ocupa un lugar muy especial en las preferencias del gran público. Comparativamente, el éxito de sus imitadores ha sido discreto y efímero.
Por otra parte, la opulencia y la ostentación, sobre todo si se perciben como inalcanzables, atraen audiencia, por un simple efecto de proyección.
Pensar que despiertan resentimiento o envidia en las clases populares es un error. Es quizá por eso que los imitadores de Mirtha, que adoptan un estilo más realista y compatible con la estética de clase media culta, terminan fracasando.
El tercer aspecto es más complejo. Es precisamente en virtud de las condiciones que las culturas asignan a los momentos de alimentación que vamos a comer con la guardia baja, esperando un ambiente cordial en el que no vamos a ser interpelados, interrogados y hasta hostilizados. Es claro que los participantes saben a qué se exponen al aceptar la invitación.
El público no: se acerca menos prevenido a un programa que parece reproducir los hábitos familiares de sentarse a la mesa, pensando que constituye una extensión de la suya, pero no lo es en absoluto.
¿Será que esa beligerancia de cuchillo y tenedor reproduce también el clima de algunas reuniones familiares? ¿Por qué resulta necesario fingir una comida para conseguir audiencia para un programa que tiene al diálogo como motivo principal?
Quizá sea la única forma en la que estemos dispuestos a presenciarlo, lo cual supone un grave déficit en nuestros hábitos sociales.