Los argentinos observamos con asombro cómo los hechos de corrupción salen periódicamente a la luz, repercutiendo generalmente con fuerza por tratarse, en la mayoría de los casos, de tramas que tienen como protagonistas a los integrantes de la clase política que condujo recientemente los destinos del país.
La nueva etapa institucional que la Argentina inició hace nueve meses se basó en claras propuestas a la ciudadanía que proponían combatir a las mafias, responsables en superlativa medida de la corruptela enquistada no sólo en los poderes del Estado sino que baja, por añadidura, hacia las distintas capas sociales.
Esa enfermedad institucional de la corrupción consolidada en la última década no fue otra cosa que la culminación de años de gestación con ausencia de un Estado eficiente. Por tibieza política en algunos casos y complicidad demostrada por la Justicia en la mayoría, en la Argentina se ha ido consolidando, en la forma silenciosa que requieren sus ideólogos, una cultura mafiosa basada en la violencia y sostenida por la coima y el amparo de la acción delictiva en general.
Cuando el Estado, a través de sus circunstanciales conductores, se convierte en la cabeza unificadora de la acción mafiosa, el destino de una sociedad queda a merced de quienes, amparados en la legitimidad del voto popular, subvierten esa representatividad transitoriamente otorgada por la sociedad en interés propio.
El germen, por una cuestión lógica, se ramificó y trasladó por todos los caminos institucionales y por lo tanto también afecta a los mendocinos. Sin que sea menester comparar índices de corrupción con otras partes del país o con los que se relacionan con la Nación, Mendoza también ha visto crecer durante años el accionar mafioso de grupos que muchas veces buscan consolidar su dominio actuando al margen de la ley y de la ética pública sin que los controles del Estado los alcancen, como siempre debería ocurrir.
Hay aquí como en casi todas partes, grupos poderosos (los cuales generalmente han construido su poderío avasallando los derechos de los demás) que pretenden instaurar una provincia adecuada a sus intereses y semejanza, cooptando o corrompiendo a los decisores públicos que se dejan tentar por sus prebendas o intimidar por sus amenazas.
Y eso es lo primero que se debe evitar desde los poderes públicos: que Mendoza deje de ser de todos los mendocinos para quedar en manos de una parcialidad interesada en confundir sus negocios, generalmente espúreos, con el bien común.
Para ello se requiere la firmeza de la Justicia y de los organismos constitucionales de control a fin de que quienes operan en la ilegalidad -o intentado cubrir con una pátina de juridicidad sus entuertos mafiosos- entiendan que Mendoza no tiene dueños, que en una provincia institucionalmente sólida no debe ni puede haber oportunidades para quienes actúan y avanzan empresaria y patrimonialmente amparados en el escudo que brinda la tolerancia o la impotencia estatal ante las mafias.