San Martín, el hijo de Yapeyú

El centenario del nacimiento de San Martín constituía una oportunidad inmejorable para insuflar sentimientos patrióticos y cohesionar a la dividida dirigencia política porteña con la extendida red de gobernadores del interior abroquelada tras la figura presidencial.

El 5 de abril de 1877 el presidente Nicolás Avellaneda dispuso celebrar el natalicio del Libertador instituyendo que el 25 de febrero integrara el calendario festivo de la nación. Para ello emitió un decreto que preveía la organización de asociaciones patrióticas en todo el país con el fin de recaudar fondos para repatriar sus restos que yacían en Francia desde 1850 y depositarlos en las bóvedas de la Catedral Metropolitana. Con ello el presidente activaba el proyecto aprobado por el Congreso nacional en 1864 para cuando en Buenos Aires se había descubierto la primera estatua ecuestre en la Plaza de Marte, el sitio donde el Gran Capitán había organizado el famoso Regimiento de Granaderos a caballo con el que había cosechado memorables triunfos militares para afianzar la independencia sudamericana, y se hacía eco de la política memorial impulsada por los románticos argentinos, en la saga de Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez y Mitre, quienes habían advertido que sólo el héroe de Chacabuco y Maipú podía encabezar el panteón de los padres de la patria.

Avellaneda tenía razones suficientes para hacer de su legado una prenda de unión entre los argentinos. A esa altura había impulsado la política de conciliación de partidos con la pretensión de clausurar los largos años de discordias y luchas civiles que ni el pacto constitucional de 1853 ni la reforma de 1860, habían conseguido erradicar. En 1874 el expresidente y líder del partido liberal, Bartolomé Mitre se había alzado en armas contra la autoridad nacional, y Sarmiento no había dudado un instante en declarar el estado de sitio y enviar el ejército de línea para reprimir al líder insurrecto y sus acólitos en Buenos Aires y en Mendoza. A la represión le siguió la abstención de los mitristas en los comicios por lo que era necesario reintegrarlos al juego electoral con el doble fin de evitar nuevos levantamientos armados, y dotar de legitimidad el régimen representativo de la república en ciernes.

De modo que el centenario del nacimiento de San Martín constituía una oportunidad inmejorable para insuflar sentimientos patrióticos y cohesionar a la dividida dirigencia política porteña con la extendida red de gobernadores del interior abroquelada tras la figura presidencial. La Comisión nacional encargada de los festejos expresó la comunión de voluntades en tanto reunió un nutrido elenco de políticos, poetas y escritores públicos fogueados en la vigorosa prensa porteña, y del interior, quienes previeron la organización de conferencias en honor al hijo de Yapeyú en la mayoría de las provincias. En Buenos Aires, el principal orador fue el mismo Mitre quien ya se había consagrado como historiador de la revolución republicana con una obra dedicada a Manuel Belgrano, y estaba reuniendo materiales documentales para escribir su monumental “Historia de San Martín y la emancipación sudamericana” en base al propio archivo del general, y del zócalo de memorias, rectificaciones y crónicas que habían ganado difusión en páginas periodísticas y en “La Revista de Buenos Aires”: la principal vidriera de noticias históricas donde Damián Hudson había difundido sus recuerdos de Cuyo, Gerónimo Espejo había documentado el famoso Paso de los Andes y su antiguo confidente, Tomás Guido, había dado a conocer la memoria del “plan continental” que había presentado al director Pueyrredón en 1816, la última conversación que mantuvo con el general en Lima antes de emprender su partida del Perú, y su versión sobre las conferencias de Punchauca con el fin de explicar las razones de la controvertida opción monárquica del Protector de los Pueblos Libres del Perú en la aciaga coyuntura de 1821.

La atmósfera conmemorativa cobró espesor en vísperas del 25 de febrero de 1878. Para entonces, la Comisión de Homenaje difundió un manifiesto con el firme propósito de evitar que cualquier disturbio opacara la celebración en la capital que había acunado la revolución instando a sus habitantes “la conveniencia de dar honroso ejemplo de moderación y cultura”. Entretanto, el gobierno nacional y la municipalidad de Buenos Aires aceleraron los preparativos para equiparar la jornada patriótica con las fiestas cívicas del 25 de mayo y el 9 de julio. En función de ello, se decretó feriado para las oficinas públicas, se ordenó engalanar las calles con banderas y guirnaldas, se remplazó el nombre de la plaza de Marte por plaza San Martín, se acuñaron medallas alusivas para distribuirlas entre el “pueblo” desde el balcón del Cabildo y se rindió tributo a los veteranos sobrevivientes de las guerras de independencia.

Días después, Avellaneda encabezó el acto central en el que se colocó la piedra fundamental del mausoleo en medio del cortejo militar y cívico que lo secundaba integrado por sus ministros, el cuerpo diplomático acreditado en el país, la comisión de homenaje, referentes políticos y culturales, estudiantes y contingentes ciudadanos que siguieron la ceremonia y escucharon el discurso presidencial en el que, fiel al talante historicista que establecía la conexión pasado-presente-futuro, advirtió que “los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos, y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas son los que mejor preparan su porvenir”. Una vez finalizado el acto, la nutrida concurrencia vigorizó el desfile callejero que recorrió la calle Florida hasta la plaza donde lucía la estatua del homenajeado.

Con ello, se instalaba un capítulo central del proceso de consagración de San Martín como héroe nacional que se completaría tres años después cuando sus restos recibieron sepultura en el Altar de la Patria, como lo expresó Sarmiento en el discurso de recepción, sin que el ritual póstumo evitara nuevos enfrentamientos armados en la misma Buenos Aires. De vuelta, la derrota de la revolución liderada por el gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor, ratificaba el predominio del gobierno nacional por sobre cualquier provincia díscola, lo dotaba de herramientas políticas y fiscales para domesticar las situaciones provinciales y convertía el sistema educativo nacional en plataforma eficaz de pedagogía patriótica en la que la vida y hazañas de San Martín ocuparían un lugar medular como modelo de soldado virtuoso al servicio de la república unificada.

* La autora es historiadora del CONICET.

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