El federalismo en el siglo XIX argentino

Hacia 1880 la única provincia con capacidad de desafiar la autoridad nacional era Buenos Aires, aunque la revolución que lideró su gobernador en rechazo de la federalización de la Atenas del Plata fue derrotada.

Más de dos siglos atrás, los jefes del Ejército federal llegaron hasta las afueras de la ciudad de Buenos Aires luego de haber conquistado la victoria en Cepeda. Con ello las Provincias Unidas de Sud-América que se habían declarado libres de España en 1816, quedaban disueltas.

El colapso dejó como saldo un archipiélago de provincias o soberanías independientes con equipamientos administrativos y fiscales desiguales entre sí, que adoptaron la forma representativa y republicana de gobierno con o sin constituciones escritas, y unidas por pactos o tratados regidos por el ius Gentium que tenían como objeto gestionar el “sistema de aislamiento” yrecrear el “centro político” de la nación disuelta. Pero ni el congreso constituyente y legislativo del que emanó la Constitución unitaria de 1826, ni tampoco la Convención nacional de 1827, liderada por federales, cumplieron con dicho propósito a raíz de la conflictividad social y política en cada retazo provincial, y entre bloques o Ligas rivales del interior y el Litoral.

El clivaje confederativo quedó refrendado en el Pacto Federal (1831) concertado entre Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes al que se sumaron el resto de las provincias ante la disolución de la Liga del Interior. No obstante, la idea o compromiso de avanzar en el diseño de órganos de gobierno comunes y sancionar una constitución quedó en suspenso a raíz de las operaciones realizadas por Juan Manuel de Rosas, el gobernador de Buenos Aires. Entre los argumentos que utilizó figuró la inconveniencia de reunir congresos constituyentes hasta tanto las provincias restablecieran el orden y paz interior que se encargaba de azuzar. En su lugar, el Restaurador de las Leyes lideró una “confederación ejecutiva” que combinaba la suma del poder público en su provincia y atribuciones de alcance nacional por delegación expresa o tácita de los gobiernos provinciales. El usual procedimiento que lo erigió en Jefe de la Confederación y Dictador (en su estirpe clásica) sobrevivió hasta 1851 cuando el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, sacó a relucir la promesa constitucional incumplida y reasumió la soberanía y las relaciones exteriores para enfrentarlo mediante una “grande alianza Argentino-americana Libertadora de las Repúblicas del Plata”.

El éxito de Urquiza en Caseros (otro día de febrero, pero de 1852) abrió un nuevo panorama interprovincial que se tradujo en dos procesos paralelos de organización constitucional. Mientras el nuevo líder de la Confederación obtuvo el apoyo de la mayoría de los gobernadores, y de sus legislaturas, para convocar el congreso que sancionó la Constitución de 1853 en base a la “unidad federativa” que Alberdi había acuñado para soldar la unión nacional, Buenos Aires sancionó la suya en 1854. Como era de esperar, Alberdi refutó esa decisión y estilizó argumentos sobre el Estado federal en los siguientes términos: “la República Argentina no es una nación compuesta de estados; es un Estado dividido en provincias”. Lo hizo en 1856 al publicar en Paraná Elementos del derecho público provincial para la República arjentina en el que fundamentó las facultades del gobierno nacional y los poderes reservados al gobierno de las provincias, para lo cual, fiel al talante historicista y ecléctico anticipado en las Bases… puntualizó el contraste entre el federalismo norteamericano y el argentino, en el que la unidad había precedido a la disgregación a diferencia del trayecto del país del norte que había partido de la disgregación a la unidad. Ese origen divergente justificaba “la necesidad de centralizar y reunir la mitad de su actividad política con la otra mitad para llevar la vida a los extremos del extensísimo y despoblado territorio”. Para Alberdi había una experiencia y una historia común de acontecimientos, textos constitucionales y leyes con epicentros en los antiguos cabildos que habían cedido terreno a las provincias. A su juicio, el “sistema de aislamiento” resultaba inaceptable, porque si bien la revolución republicana encarada por Rivadavia en Buenos Aires había servido de ejemplo para las provincias hermanas no había evitado que sus gobernadores se convirtieran en caudillos. Esa razón justificaba la delegación del poder a la nación: “si se entrega el poder a los gobernadores el desquicio será mayor”. Tal diagnóstico suponía diseñar una compleja ingeniería institucional que debía combinar “ruedas pequeñas y ruedas principales de la máquina compuesta y múltiple que se llama organización del estado”.

La coexistencia de ambos Estados sobrevivió hasta 1860 cuando un nuevo éxito militar de Urquiza abrió paso a la integración de Buenos Aires a la Confederación cuyas dirigencias tuvieron que ceder las rentas del comercio exterior e introdujeron reformas a la constitución en beneficio de las provincias. El sistema federal se afianzó durante las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. En ese lapso, la autoridad nacional monopolizó la fuerza militar y concertó alianzas con las dirigencias locales para afianzar el orden en sus distritos, y traccionar el poder de la periferia al centro. Mientras las intervenciones federales y el estado de sitio constituyeron resortes cruciales para controlar las situaciones provinciales, la labor legislativa en el Congreso y el Colegio electoral facilitaron acuerdos políticos, regularizaron el funcionamiento de los poderes públicos e impulsaron obras de infraestructura, créditos y leyes proteccionistas para impulsar economías regionales.

Hacia 1880 la única provincia con capacidad de desafiar la autoridad nacional era Buenos Aires, aunque la revolución que lideró su gobernador en rechazo de la federalización de la Atenas del Plata fue derrotada. La “muerte de Buenos Aires”, como la definió Eduardo Gutiérrez, anticipó una batería de leyes que cercenaron la esfera de acción de los gobernadores en materia militar y monetaria, y radicó la soberanía estatal en los territorios conquistados a las parcialidades indígenas de la Patagonia y el Chaco. Dicho proceso rediseñó el régimen político mediante una “fórmula mixta”, federal y unitario, compuesto por las 14 provincias históricas, la administración de territorios nacionales a cargo de gobernadores designados por el gobierno federal al igual que el intendente de la flamante Capital Federal. Con ello se cerraba un estadio del federalismo argentino el cual habría de obtener un giro sustancial durante los gobiernos radicales de Yrigoyen y Alvear.

* La autora es historiadora del CONICET.

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