La crónica dura dirá que a los 64 años murió el juez argentino Claudio Bonadio, el magistrado que más lejos llegó para exponer cómo funcionó el esquema de corrupción y lavado de activos que imperó en la Argentina kirchnerista. Pero ese sería un resumen incompleto y, por tanto, falaz para explicar a uno de los hombres que mejor encarnó la politización de la justicia argentina.
Su muerte conlleva un mensaje contradictorio para la Argentina contemporánea: a diferencia de muchos de sus colegas persiguió al poder con valentía —una condición por demás inusual en el Poder Judicial del país, demasiado acomodaticio a quien ostenta la presidencia—, pero también lastimó la credibilidad e independencia de la magistratura.
Inteligente y hermético, sus colegas apodaban a Bonadio "el áspero", pero los funcionarios y empleados del juzgado lo apreciaban por ser "noble, valiente y afectuoso", como lo despidieron esta semana. Tenía, también, rasgos de ironía: en su despacho colgaba una caricatura de Menchi Sábat con él mismo y Cristina Fernández de Kirchner como protagonistas y, sobre su escritorio, tenía un cartel de bronce cuyo mensaje solo podía leer él. Cuando llegaba un visitante con demasiadas ínfulas, le daba vuelta para que su interlocutor pudiera leerlo: "Todo pasa; todo vuelve".
Todo pasa, incluido el poder. Desde que llegó a la judicatura en 1994, Bonadio vio el ascenso y ocaso de casi una decena de presidentes argentinos, además de innumerables jefes de Gabinete y ministros, mientras él seguía en su despacho.
El problema, sin embargo, es que, como juez, a menudo Bonadio aplicó reglas más propias de la política que de un Poder Judicial independiente. Amigo de sus amigos y peronista declarado, podía tensar al extremo las cuerdas para beneficiarlos, del mismo modo que podía extralimitarse contra aquellos que ponía en su mira y acumuló una gran cantidad de resoluciones revocadas o nulificadas por la Cámara Federal de Apelaciones.
Muy lejos, por tanto, del ideario de la justicia ciega e imparcial que la sociedad argentina tanto necesita.
Para explicar los claroscuros de su legado es necesario volver a la década de los noventa. Acorralado por los escándalos, el entonces presidente Carlos Menem prometió combatir la corrupción “hasta las últimas consecuencias” pero en realidad eliminaba un control institucional tras otro. Amplió la Corte Suprema y colocó a los suyos, también desplazó al procurador general —y puso a uno afín— y duplicó la cantidad de jueces federales de primera instancia que en teoría debían investigar con autonomía al presidente y a su círculo íntimo. Pero en esos nuevos juzgados, en los tribunales de Comodoro Py, también colocó a magistrados afines.
Tan grotesca resultó la ofensiva menemista sobre el Poder Judicial argentino que a los nuevos magistrados pronto se los conoció como “los jueces de la servilleta”. Un alto funcionario de Menem le había escrito en una servilleta a otro miembro de su gobierno los nombres de varios jueces que respondían a sus órdenes. Bonadio estaba entre ellos.
Varios jueces más personificaron desde entonces el modelo perfecto de cómo los magistrados suelen moverse al ritmo de la música del presidente en turno. Esa dinámica recurrente y peligrosa, sin embargo, se quebró con Bonadio y el kirchnerismo.
Durante los primeros años de Néstor y Cristina Kirchner en la Casa Rosada, la relación fluía con normalidad: Bonadio sobreseyó a dos secretarios privados del matrimonio presidencial cuyos patrimonios mostraban más sombras que luces y una de las principales políticas a favor de los Kirchner lo definió como “un ejemplo de juez independiente”. Pero, posteriormente, Bonadio terminó por arremeter contra la familia Kirchner por sospechas de lavado de millones de dólares a través de sus hoteles mientras que el oficialismo intentaba removerlo de su cargo. Fue una decisión disruptiva y valiente. A cambio, lo acusaron de encarnar la persecución política de enemigos a través del Poder Judicial. Y hay algo de razón en esas acusaciones.
El juzgado que Bonadio controló desde 1994 empezó a ser conocido como “la embajada”. Pero no por mantener vínculos aceitados con alguna potencia extranjera, sino porque su juzgado se regía con sus propias leyes en desmedro de la legislación argentina. Un ejemplo de ese uso de reglas propias fue cuando Bonadio intentó acceder a los registros de llamadas del entonces corresponsal en Buenos Aires del diario Financial Times, Thomas Catan, quien había revelado que senadores argentinos habían protagonizado un supuesto pedido de sobornos. Bonadio intentó vulnerar el secreto de las fuentes periodísticas aunque la constitución argentina las protege de manera explícita y solo se detuvo tras recibir una orden directa de la Cámara Federal.
También tuvo sus luces: avanzó en tiempo récord la investigación de la Tragedia de Once para determinar cómo era la cadena de responsabilidad del accidente ferroviario que produjo la muerte de 51 personas y que llegaba hasta el entonces poderoso ministro de Planificación Federal, Julio de Vido.
Ya enfermo —quizás anticipando su final—, Bonadio decidió avanzar a contrarreloj con los expedientes más sensibles que tenía en sus manos. Quizás por eso procesó en varias investigaciones a Cristina Fernández de Kirchner. También pidió su desafuero como senadora y su inmediata detención —lo que no ocurrió— y procesó a sus hijos Máximo y Florencia Kirchner. Del mismo modo, completó la investigación basada en los cuadernos que redactó el chofer del Ministerio de Planificación, Oscar Centeno —el escándalo conocido como los cuadernos de la corrupción—, procesó a decenas de acusados, incluida la expresidenta, y envió las actuaciones a un tribunal para que inicie un juicio oral. Esa causa sigue abierta y es una de las grandes sombras de Cristina Fernández de Kirchner, vicepresidenta desde diciembre de 2019.
Desde el retorno de la democracia en 1983, es la primera vez que una presidenta deja el poder y logra retornar a la Casa Rosada arrastrando con acusaciones en su contra. Y es la primera vez que un juez federal muere en funciones.
“Todo pasa; todo vuelve”, otra vez. Y lejos, muy lejos, de la Justicia independiente, imparcial y proba que la Argentina requiere con urgencia. El legado del juez que persiguió al kirchnerismo, con sus sombras y luces, debe llevarnos a perseguir un ideal apremiante: dejar de politizar lo que ocurre en los tribunales. (The New York Times 2019)