Lo ocurrido esta semana con el intento de escisión catalana en España ha sido a todas luces ejemplificador de cómo se mueven hoy las fuerzas globales. Esas a las que algunos incautos intentan detener igual a como otros pretenden tapar el sol con las manos. Ya algo así había pasado con el Brexit inglés, pero lo de Cataluña fue aún más espectacular por los efectos inmediatos acontecidos.
En Inglaterra, apenas ganó la separación de la Unión Europea, al día siguiente ya casi todos estaban arrepentidos al verificar los efectos futuros que les esperaban, todos negativos. Desde entonces las autoridades de Gran Bretaña no hacen más que emparchar su gran tontería de haber llamado a un plebiscito, a fin de que el alejamiento de la UE sea lo menos alejado posible.
Los pobres catalanes ni siquiera pudieron tanto. Envalentonados con el cuestionable resultado por el cual apenas el 40% de sus ciudadanos autorizó la independencia, se apuraron a proclamarla. Pero la globalización se apuró aún más. Lo que no pudieron las represiones policiales del centralismo de Rajoy para impedir el plebiscito, lo pudieron con creces el retiro de Barcelona de un par de bancos poderosos, que en apenas dos días se trasladaron de la región catalana a Madrid. Milagros de la globalización que han hecho del mundo una gran aldea, donde todos pueden mudarse de un lugar a otro en segundos. Increíblemente, eso los catalanes independentistas no se lo esperaban, pero a partir de allí observaron que declarar soberana a la parte más rica de España, no daría por resultado automático un país más rico, sino posiblemente todo lo contrario.
Entonces hicieron lo que hicieron, o mejor dicho no hicieron nada: decidieron declarar simbólicamente la independencia pero seguir sin ella hasta vaya a saber cuándo. Un verdadero papelón, pero que indica la tremenda fuerza de la globalización, de lo poderosa que puede llegar a ser cuando aúna todos sus sujetos contra los que pretenden detenerla: en este caso las entidades financieras ya globalizadas se aliaron de hecho con los gobiernos más defensores de la integración europea, el francés y el alemán, para transformar la ilusión catalana en un infierno de proporciones. Las fuerzas financieras y las políticas les dijeron que no, sumadas, además, con impresionantes movilizaciones populares de españoles de todos lados, incluidos de Cataluña, que no están dispuestos al desguace nacional.
Y no se trata de que las naciones o las regiones estén muriendo para incorporarse a cualquier agregación internacional, sino que para seguir subsistiendo las antiguas unidades geográficas y culturales deben apostar a la integración y no a la desintegración. A la evolución y no a la involución. Al progreso y no al retroceso. Al futuro y no al pasado. En concreto, como dice Héctor E. Schamis, a “una cierta abdicación de la soberanía”. La cual cada día es más compartida y menos absoluta, aunque ello pueda significar una contradicción en sus términos. Como dijimos la semana pasada, ya las finanzas y las tecnologías se han liberado de todo lazo nacional, pero en el terreno político hay dos cuestiones esenciales que también se están liberando del cepo nacional: los derechos humanos y la corrupción. Así, los delitos de lesa humanidad producidos por los gobiernos y las asociaciones ilícitas también producidas por los gobiernos, comienzan a ser pasibles de investigaciones y castigos globales. Como lo ejemplifica claramente la cuestión brasileña de Odebrecht, un pulpo de corrupción que atacó a casi todos los gobiernos latinoamericanos. En ambos temas, entonces, las resoluciones exceden el ámbito nacional y son precisamente los represores y los corruptos quienes se aferran a la soberanía nacional por temor a ser juzgados por los tribunales internacionales.
La globalización no se enfrenta con las naciones sino, en todo caso con el nacionalismo en sus versiones extremas, que se confunde con aislacionismo y hostilidad a las fronteras abiertas. Y eso no es un fenómeno exclusivo del siglo XXI.
En plena época de construcción de las nacionalidades, a mediados del siglo XIX, dos grandes pensadores escribieron dos grandes libros que suenan actualísimos porque ya en esos momentos bregaban por la integración mundial más allá de las formas de organización política que se dieran los pueblos. Pu ede sonar paradójico pero, como dijimos la semana anterior, tanto Carlos Marx como Domingo F. Sarmiento fueron grandes globalizadores, por lo cual lo mejor es leerlos en vivo y en directo.
Dice Marx en el Manifiesto Comunista, escrito en 1847:
"La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario. Dondequiera que ha conquistado el poder la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales... Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía le ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas.... Son suplantadas por nuevas industrias... que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo y cuyos productos no solo se consumen en el propio pais, sino en todas las partes del globo. En lugar del antiguo aislamiento ... se establece...una interdependencia universal de las naciones....La burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones... hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir... a introducir la llamada civilización.
Y dice Sarmiento en su “Facundo”, escrito en 1845:
"¿Hemos de abandonar un suelo de los más privilejiados de la América a las devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos navegables abandonados a las aves acuáticas que están en quieta posesión de surcarlos ellas solas desde ab initio? ¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos?...¡Oh! este porvenir no se renuncia así nomás…. No se renuncia porque todas las brutales e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más en un momento de estravío en el ánimo de masas inespertas; las convulsiones políticas traen también la experiencia i la luz, i es lei de la humanidad, que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin de las tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones estacionarias".
Es notable cómo dos personas, en la misma época, pero a miles de kilómetros de distancia, interpretaban de modo similar el significado de la civilización y de la barbarie, del progreso y del retraso, de la integración y el aislamiento. Pero más notable es ver cómo el socialismo del siglo XXI, una especie de marxismo en el continente sarmientino, niega todas y cada una de las ideas de sus precursores del siglo XIX.
¿Y qué diría Sarmiento al ver que su amada y progresista Barcelona anda coqueteando con la barbarie?