Esta tarde se ha cerrado la posibilidad de que Favio sumara alguna obra más a su creación. Esto, sin embargo, es una mera cuestión numérica, que escapa a lo esencial. Porque a la creación de Favio, a su cine, no le hacen falta más títulos para dejar en cada espectador, de generaciones pasadas, de la presente, y de todas las que vengan, una huella profunda, marcada a fuego. Es que la huella de su obra fílmica no tiene que ver -o no solamente- con cuestiones técnicas, sino con el sentimiento del realizador. A estas alturas de la historia del cine argentino (y más allá de nuestras fronteras, también), nadie discute que Favio fue uno de los mejores directores que ha dado nuestro país. A nadie se le puede pasar sus logros como director, en cada uno de los “rubros” que hacen una película. Pero sobrevolando todos esos aspectos que hacen al arte y la técnica del cine, y que Favio logró dominar como maestro, destaca su instinto, su sentimiento, su compromiso con los personajes que llegan, mediante su cámara, a tener una textura totalmente humanizada, humana.
En otra ocasión, comenzando hace alrededor de diez años, pasé mucho tiempo estudiando, leyendo, viendo, aproximándome al cine de Favio como objeto de estudio. Hoy en cambio, en estos párrafos breves, vuelvo a Favio a través de los recuerdos, del sentimiento que las historias, los personajes, las imágenes que creó, me dejaron a través del tiempo. A Favio lo “encontré” en una semana intensa en el cine Universidad, hace años. Fue deslumbramiento a primera vista. Ver El romance del Aniceto y la Francisca o El Dependiente en los primeros días de aquel ciclo de homenaje fue el disparador de las páginas virtuales de Cinéfilo / Pasión por el cine, que tal vez muchos lectores recuerden. Revisar Juan Moreira, Soñar, soñar o Gatica significó reelegirlo, reecontrarlo, a la hora de pensar qué, o quién, del cine argentino, me movía tanto como para dedicarle un año de escritura intensiva. Volver a ver, una vez más, su mito del séptimo hijo varón, fue tener la convicción de que uno de nuestros hijos tenía que llamarse Nazareno Cruz (le tocó al tercero de los 4 vástagos).
Desde su mirada cómplice en Crónica de un niño solo, pasando por su compenetración con el personaje colectivo de Perón, sinfonía del sentimiento (donde el héroe, más que Perón, es la multitud, o mejor dicho, cada persona cuyo sentimiento quiere mostrarnos en las imágenes), hasta el compromiso con el que vuelve, como se vuelve al primer amor, a Aniceto, el cine de Leonardo Favio ha dejado un legado que trasciende el tiempo y, por qué no, las fronteras. Su herencia se ve en las nuevas generaciones de realizadores argentinos, esos que cosechan premios y admiración en los festivales al otro lado del océano. Pero el legado no se detiene allí, en el bagaje artístico; sino que alcanza a cada uno de hombres y mujeres que hoy, como desde hace más de cuarenta años, al ver el cine de Favio se ven a sí mismos y a sus historias cotidianas, simples, mínimas (Carlos Sorín dixit), pero tan heroicas en su profunda humanidad.
No tuve la dicha de conocer e Favio personalmente. Pero como tantos de quienes gustan y degustan cada vez sus películas, creo que a través de ellas nos dejó tener acceso a su ser más profundo, a sus convicciones, a sus amores, a su ser. Y estoy convencida de que más que un “Adiós”, Leonardo Favio merece un “Hasta pronto”, “Hasta que nos veamos otra vez reviendo una, o todas, tus películas.”
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Marcela Raggio
es docente de la Facultad de Filosofía y Letras (UNCuyo) e investigadora del Conicet. Es autora del libro “Leonardo Favio: cine argentino de antihéroes”, publicado por Ediciones Jagüel de Mendoza en 2011.