Hay poetas constantes y poetas estacionales. Los primeros, claro está, escriben siempre, donde y cuando sea. Suelen ser prolíficos y no hay día, hora o clima que perjudique o beneficie su escritura.
Otros somos más bien poetas “estacionales”: lidiamos durante todo el año con la prosa de los días, del trabajo y las obligaciones, y, quizá porque necesitamos tener los músculos de la lírica descansados, solemos escribir poemas sólo cuando estamos de vacaciones. A Gustav Mahler le pasaba lo mismo cuando quería componer.
Debía dejar a un lado las obligaciones propias del mejor director de orquesta de su tiempo para, recién entonces, imaginar y poner en partitura esas sinfonías oscuras, estremecedoras y hermosas que trazó en sus retiros veraniegos de Steinbach o Maiernigg.
Ser poetas estacionales, y cuya savia de versos se estimula en el verano, nos pone a la altura de los insectos.
Esto sucede cuando, bajo la lámpara que nos acompaña en las “rondas nocturnas” a la caza de un poema, somos de pronto golpeados por un bicho volador.
Al levantar la vista descubrimos el enjambre de desquiciados seres que giran como satélites perdidos alrededor de la luz, criaturas que golpean el farol, que incluso sacrifican sus pobres vidas breves con tal de tocar –como ícaros que no aprendieron la lección– esa irresistible fuente de energía.
Es cierto que lo primero que hacemos al interrumpir nuestra faena es combatir esa invasión. Usamos las manos o el insecticida. Cerramos la ventana o, ya en el límite de la desesperación, apagamos la lámpara. Allí es cuando descubrimos a nuestros semejantes: no lo sabíamos, pero habíamos estado haciendo lo mismo.
Como los insectos, los poetas aparecemos casi ex nihilo en las noches, bajo las lámparas que guían nuestro desorbitado vuelo.
Fabio Morábito dice que siempre se escribe en silencio, aunque haya ruido a nuestro alrededor. Creo que también siempre se escribe de noche, con la guía de una luz tenue que no lleva a otra parte más que a su propio resplandor. Cada verso es un golpe contra el candil. El canto de la mano corre con violencia un insecto que se ha pegado al papel -o a la pantalla de la computadora portátil-, y corre de algún modo lo erróneo de otro canto (lírico), el que estamos escribiendo.
Si no estuviéramos inmersos en el mundo parasitario de la poesía, la luz apenas nos serviría para iluminar el camino. Pero somos poetas estacionales, insectos, bichos de luz, y queremos más que eso. Hacemos lo que Horacio Castillo escribió, tal vez bajo el haz de una lámpara larvada, en ese magnífico poema: “...luchamos, sí, / pero apenas por un poco más de luz, / la dignidad de haberlo intentado”. Entendemos que hay un daño implícito, pero como Jacobo Regen (“Sé dura, oh luz, conmigo”) preferimos lastimarnos (“hiere profundo, profundo”).
Y sólo de a ratos, en medio de un verso recién escandido o al concluir un poema, al percibir la mañana que despunta, miramos de nuevo la lámpara y nos llega una oportunidad. Ahí están los versos o la página en blanco; ahí, la incandescencia. Y hay que decidirse. Tendremos que elegir entre chocar contra el destello o sobrevivir a la próxima noche.