China Miéville, el inconsciente desencadenado

La reedición de la trilogía de Bas-Lag y la traducción de Los últimos días de Nueva París realzan la singularidad de China Miéville.

China Miéville, el inconsciente desencadenado
China Miéville, el inconsciente desencadenado

Los garuda son un pueblo de seres nómadas y alados, cazadores por naturaleza, que habitan en el abigarrado universo de Bas-Lag, al que el británico China Miéville consagró la trilogía formada por las novelas "La estación de la calle Perdido", "La cicatriz" y "El consejo de hierro" -las dos primeras, reeditadas por Ediciones B en su colección Nova, que también recuperará la tercera entrega en 2018-. 

El viaje de un garuda a la pesadillesca ciudad de Nueva Crobuzon -algo así como la hipérbole onírica del Londres de Dickens, impulsada por tecnología steampunk, pero también recorrida por la taumaturgia- pone en marcha la trama de "La estación de la calle Perdido": el personaje ha sido objeto de una condena que ha dejado su huella más visible en la mutilación de sus alas, pero su relato también tiene algo de incomunicable, de intraducible.

“Esta lengua no puede expresar mi crimen”, le dice el garuda al protagonista de la novela, Isaac, un científico forajido que tiene que conformarse con la afirmación de que, a resultas del castigo, su interlocutor ha pasado de ser persona concreta (y respetable) a persona abstracta (y no digna de respeto).

En su conversación, el exótico personaje hace gala de una considerable sabiduría sobre la cultura humana de Nueva Crobuzon: su pueblo, pese a no contar con tradición escrita en su propio idioma, es el guardián de una biblioteca nómada con manuscritos en incontables lenguas vivas y muertas.

La condensada historia de la biblioteca y su clan de alados bibliotecarios parece contener por sí sola la potencialidad de otra novela posible y certifica que Miéville no pertenece a la familia de los ingenieros de la ciencia-ficción, sino a la de sus poetas: sus páginas sitúan al lector mucho más cerca de la voluptuosidad filológica de un Gene Wolfe que de la severidad científica y casi poshumana de un Greg Egan.

Otros referentes reconocidos por el autor aportan valiosas pistas para orientarse: Mervyn Peake, Iain Sinclair, Michael Moorcock... En el universo creativo de Miéville, la centralidad la ocupa el lenguaje. Y también una imaginación desbordante, desligada de toda atadura racional, como si fuera puro inconsciente liberado. Un símil, por cierto, nada gratuito: en “La estación de la calle Perdido”, una plaga de depredadores de sueños provoca una colectiva infección de pesadillas entre los ciudadanos de Nueva Crobuzon.

En “Los últimos días de Nueva París”, la Resistencia combate con los nazis en una ciudad donde el arte surrealista se ha encarnado, poblando las calles de Cadáveres Exquisitos vivientes, pinturas reptantes y gólems, mientras la escritura de Miéville entra en promiscua intertextualidad con textos de Isidore Ducasse, Breton, Sade y Tzara, entre otros.

La recuperación y traducción de sus obras permiten apreciar la singularidad de este autor, que se ha erigido en referencia central del New Weird.

El autor tiene claro de qué árbol genealógico procede: como en el caso de J. G. Ballard, su compromiso con la literatura de género implica reconocerse en la línea de descendencia del surrealismo, una actitud que, sin duda, hubiera aplaudido el Max Ernst de Una semana de bondad.

La recuperación de las dos primeras entregas de la trilogía de Bas-Lag y la traducción de "Los últimos días de Nueva París" permiten apreciar la singularidad de este autor que se ha erigido en referencia central del New Weird, esa sensibilidad literaria que hunde sus raíces en la extrañeza y aboga por la abolición no sólo de las fronteras entre géneros, sino también de las jerarquizaciones culturales que se han empeñado en negar toda posibilidad de mestizaje entre ambición literaria y ficción popular.

Miéville ejerce asimismo de conciencia política de un género cuyos modelos dominantes han puesto en evidencia un claro conservadurismo ideológico -Tolkien no es santo de su devoción-, comúnmente asociado a una evidente pacatería heteronormativa: al autor de "El consejo de hierro" no le asusta la bisexualidad de muchos de sus personajes ni el potencial de sus ficciones para indagar en las posibilidades -y los claroscuros- del ideal revolucionario.

Si en "La estación de la calle Perdido" Miéville explora, de la mano de un grupo de desclasados vinculados al periódico anarquista El Renegado Rampante, el sueño oscuro de una sociedad capitalista, usando para ello el motivo central de la serie negra -la ciudad corrupta, con las negociaciones entre el poder político y el submundo criminal-, "La cicatriz" -que, en el fondo, es una excéntrica y deslumbrante novela de piratas- le proporciona una excusa narrativa perfecta para reflexionar sobre las aristas de un proyecto utópico a la deriva.

Afirmar que China Miéville es un autor de novelas de ciencia-ficción implica atenerse a una convención que quizá sea más útil a la hora de clasificar sus obras en una librería que a la de definir realmente lo que estas contienen, porque lo que en realidad propone su universo creativo es la suma lúdica -y posmoderna- de todos los registros de ficción popular posibles: atmósferas, conceptos, tonos y personajes de fantasía, ciencia-ficción, terror, novela de aventuras, serie negra y western, entre otros palos, se entrelazan para construir ficciones regidas bajo el signo de la desmesura, pero en las que nunca se echa en falta una toma de tierra capaz de aportar luz sobre las fragilidades humanas -el desgarro del exilio experimentado por la lingüista Bellis, protagonista de "La cicatriz", es buen ejemplo- o sobre las problemáticas relaciones entre contexto (político, social, cultural) e identidad.

Con la invención constante por bandera, la literatura de Miéville parece hacer realidad un sueño surrealista: la transformación de la cultura popular en arma visionaria. Y subversiva.

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