"El humo y la bruma se confunden cuando comienza el invierno en la isla. De día, las siluetas se diluyen en el fondo verde oscuro y en el gris del atardecer; por la noche no se ven, porque no se ve nada de nada … al menos que las estrellas se apiaden de los mortales venciendo a las nubes. Lueve mucho en el invierno de la isla, las nubes parecen ariscas ante cualquier voluntad que no sea la propia.
De colores difusos, las personas del pueblo se escurren hacia el interior de sus corazones y de sus casas siempre bajas cuando comienza el invierno, pero aún así nadie acostumbra excluir a nadie de la intimidad. Los braceros y las estufas arden a la espera de quien los comparta, y enormes ollas con agua nunca terminan de hervir sobre sus lomos. La lana lo cubre todo: cuerpos, camas, manos, sillas; las palmas y las cabezas de hombres y mujeres comprueban la sensatez de las ovejas.
Viven en el interior por la irrupción de la lluvia, pero ellos han coexistido durante siglos con el agua. Ya saben llamar al calor, lo invitan, y una vez llegado, lo amansan. El deseo vehemente de cada habitante de esta isla es ocupar junto a otro la cama de la noche; es demasiado triste dormir solo y despertar al hielo. No, las cama de a uno no son carnavales cuando se descuelga el interminable invierno. Las papas siempre en el fogón, los chicharrones, los mariscos, la harina y la chicha de manzana que se ha guardado del verano, nutre esa energía que el frío no consigue arrancar, porque el calor efectivamente se apaciguó en el adentro gracias al alerce y sus tejuelas que velan por expulsar su humedad, grises de lluvia hoy aunque un día fueron rojas.
El barro ablanda caminos y huellas y el viento hace de las suyas, con el solo obstáculo de las ramas de los mañíos, los cipreses y los canelos; los hombres no lo molestan al viento, caminan inclinando hombros y cabezas para que no los hagan bailar. Si alguien cree que en el invierno del pueblo la naturaleza no cesa de llorar, se equivoca. Es solo el agua que, como si el mar no hubiese bastado, se enamoró del lugar" (Serrano, Marcela. El Albergue de las mujeres tristes; Editorial Planeta Chilena, 2009.)
Fue Marcela Serrano la que me transportó a este archipiélago que suena inhóspito y fascinante en invierno, y que en las estaciones benévolas se aprehende como una letanía para hacer eclosionar el espíritu –quizá entre las presencias etéreas de los antepasados- entre el azul más intenso, los verdes profundos de praderas y bosques y las flores que ignoran las latitudes y se hacen alabar, como el sol. El ritmo es el que impone la lejanía, familias que crían sus ovejas, chanchos y otras cultivan papas, están las que labran maderos y los que renuevan la pasión por las bebidas de los ancestros.
Los nuevos y los chilotas, conviven adecuándose a ese tono y oran en las patrimoniales iglesias de ciprés y techos de alerces, son 16. El ferry conduce desde y hacia el continente, aunque pareciera que nadie extraña ninguna carretera atestada de autos ni modernidad de centros comerciales; las lanchas se mueven entre las islas, y si alguien necesita algo del pueblo con más servicios, otro alguien lo traerá. Porque en lo indómito la solidaridad se lleva en el ADN.
Las casas de maderas nobles, otra vez el alerce, de colores brillantes, intensos y visibles ante cualquier gris invernal, se elevan sobre pilotes como para huir del mar cuando está bravo. Sin embargo fue la tierra y su movimiento lo que conmocionó al océano en 2010 y se llevó con el tsunami a varios palafitos y a los hogares que sostenían. Pero volvieron a empezar, a elevar palos y montar estructuras, y a encender fuegos con agua siempre hirviendo, con un trago para un amigo y un pan recién horneado para el que llega.
La bahía de pescadores rebosa en tonalidades estridentes, como las barcas precarias y honestas de productos frescos, también el faro, y los estrechos entre las ínsulas dibujan muchos cabos y ensenadas, rincones a la orilla para tender una manta y perderse en el azul con un blanco vino y las almejas que se abren con un pequeño cuchillo y tan solo con limón se llevan a la boca.
Otros datos:
Casas que flotan
Castro entre el estuario del río Gamboa y el estero de Ten-tén, destaca por sus palafitos -las coloridas postales que deambulan por el mundo cuando se habla de esta isla austral-. Fundada en 1567 por Martín Ruiz de Gamboa entre ondulantes montañas, peñascos y una vegetación exuberante, la ciudad dispone de todo lo necesario para pasar unos días de aventura en el archipiélago.
Está perfectamente conectada con las otras localidades chilotas e islotes, cuenta con aeropuerto y servicios frecuentes de buses y ferries. Un paso por las iglesias Rilán, Nercón y Chelín, que fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es absolutamente imprescindible, como visitar las casitas de techos de zinc y comer cordero. También hay que llegar al Parque Nacional Chiloé; agendar las islas Quehui y Chelin o Mechuque, que ornamentan el mar con sus casas que flotan.
La Isla Grande de Chiloé se ubica a 1.186 kilómetros de Santiago y a 90 kilómetros al suroeste de Puerto Montt. Hay casi 150 mil habitantes distribuidos en 3 ciudades principales Ancud, Castro y Quellón.
Curanto. El plato más típico tiene más de 5 mil años, afirman, bajo tierra se calientan piedras luego se colocan mariscos como almejas, choritos, cholgas, más tarde pollo, cerdo y chapeleles, unas masas de papas que se cocinan también allá abajo y acompañan el manjar. Sobre todo lo anterior las hojas de nalca, una capa de tierra y una hora y media después a servir.
Todo con papa pues hay más de 400 variedades en el archipiélago.
Cómo llegar. Lan vuela desde Santiago: desde U$S 470. El ferry sale unos U$S 25, y tarda poco más de 30 minutos.
Qué llevar: siempre piloto o camperas impermeables, en cualquier época llueve. En verano las temperaturas llegan a los 30º, en invierno son bajo cero.
Cuándo ir: desde setiembre a marzo las temperaturas son más agradables, pero siempre es fascinante.
Qué traer a casa: tejidos a mano con tinturas naturales, conservas de mariscos y carnes de caza, artesanías en madera.