Chernobyl en HBO: cuando la realidad desafía a la ficción

La miniserie es visceral y devela, con elegante fotografía y un manejo envidiable del suspenso, los fantasmas que dejó el incidente nuclear.

Chernobyl en HBO: cuando la realidad desafía a la ficción
Chernobyl: cuando la realidad desafía a la ficción

La catástrofe, más o menos, la conocíamos todos. Lo que nadie imaginaba es que HBO y la cadena británica Sky le confiaran la miniserie a Craig Mazin, guionista de “Scary Movie”. El resultado: un ejercicio para desterrar los prejuicios. “Chernobyl” no solamente retrata sin tapujos los sacrificios de aquel 26 de abril de 1986 sino que, además, brinda una reflexión invaluable acerca de una de las peores catástrofes de la humanidad.

Una de las fuentes de las que se nutrió el creador del show es "Voces de Chernobyl", obra publicada en 1997 por la ganadora del premio Nobel, Svetlana Alexievich. Se trata de una recopilación de entrevistas a las víctimas que dejó el incidente nuclear, del que el gobierno soviético reportó apenas 31 decesos. De allí la contundencia de las historias secundarias vistas en pantalla, pero no por eso menos atractivas: el dolor de una mujer que pierde a su esposo bombero y a su recién nacido, un grupo de "biorobots" en el tejado más letal del planeta o un adolescente que debe encargarse de la matanza de los animales.

Pero es el trío protagonista el que aporta claridad en la hora más oscura: el científico Valery Legásov (Jared Harris), el funcionario soviético Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård) y la física nuclear Ulana Khomyuk (Emily Watson, cuyo personaje ficticio homenajea a la comunidad científica). Ellos toman las medidas para minimizar las consecuencias de la explosión del reactor, en medio de presiones del gobierno, mezquindad política y un orgullo soviético implacable (no faltan los "pases de factura" a Estados Unidos).

Más allá de los didácticos monólogos sobre la energía nuclear, la virtud de "Chernobyl" es el prolijo manejo del suspenso durante las cinco horas de visionado. El trabajo de dirección de Johan Renck acierta cuando las escenas contenidas marcan el pulso narrativo.  La recreación de época se luce con cuadros que van desde bodegones -que actúan como testigos mudos del horror- hasta planos fantasmagóricos y desaturados de cada rincón de Pripyat.

Los pájaros se desploman sin vida en el suelo, el cemento sepulta la vergüenza de un gobierno, la radiación se extiende cual metástasis 400 kilómetros a la redonda, los densos bosques mutan en cómplice silencio, cascos y botas de bomberos ornamentan los infiernos de los hospitales abandonados… La asfixia trasciende la pantalla, mientras el horror se apodera de los cuerpos de los héroes (víctimas) de turno.

En el acto final, "Chernobyl" profundiza el thriller en el ámbito judicial.  Los protagonistas (y los espectadores) saben que no se salvarán de las represalias ni del posterior anonimato por exponer la telaraña de mentiras de quienes ahora se erigen como redentores.

Mientras suenan los acordes de la violonchelista Hildur Guðnadóttir (la misma de películas como “Sicario” o “La llegada”), es inevitable que la impotencia se apodere de nosotros. Ignorar la verdad tiene su precio pero, tarde o temprano, hay que pagarla.

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