Cuando murió Chavela, el poeta chileno Pedro Lemebel escribió: “Sigue eterna bolereando la trizadura lésbica de su canto”. Y otro Pedro, el manchego Almodóvar, su gran amigo, escribió una sensible carta para despedirse de ella: “Chavela Vargas hizo del abandono y la desolación una catedral en la que cabíamos todos y de la que se salía reconciliado con los propios errores, y dispuesto a seguir cometiéndolos, a intentarlo de nuevo”, escribió ese día de 2012.
El 5 de agosto de ese año ella había muerto a los 93 años, dejando un poco más huérfana a la música popular latinoamericana, territorio donde ella era un faro. Un faro, más que una catedral. Porque los faros solo pueden vivir en soledad y perseverando.
A Chavela Vargas, que alguna vez dijo que después de muerta iría a su velorio para reírse de sí misma, le simpatizaría especialmente la fecha que se acerca: el miércoles serán 100 años desde que nació, con el largo nombre de María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano.
Nació en Costa Rica, y se dice que sus padres la escondían cada vez que alguien visitaba la casa, porque les avergonzaba su excentricidad para vestirse. Después de ellos, vivió con sus tíos y un día eligió, después de que un párroco la llamara “marimacho”, cruzar el charco y caer en México. Luego fue la más mexicana de todos los mexicanos.
Hoy, en los libros de historia su nombre está cerca del de Frida Kahlo (con quien tuvo un romance) y de Televisa, a cuyo fundador (Emilio Azcárraga Milmo) llenó de bilis un día, cuando se enteró de que había enamorado a su esposa. Las malas lenguas dicen que los años más oscuros de la vida de Chavela se debieron a él, que la vetó de Televisa y así le quitó la posibilidad de que las masas la conocieran.
Vivió dos años, de hecho, con Frida y Diego Rivera. Compartían el día a día en la casona azul de Coyoacán. La cotidianidad era así: un día un señor golpeó la puerta y Chavela le preguntó a Frida: “¿Quién es ese viejo peludo?”. “Es Trotsky, cállate Chavela, no hables tan fuerte”, le respondió la artista. Al líder comunista lo asesinaron muy cerca de allí.
Chavela cantaba como ninguna. Por las grabaciones que sobreviven, tenía una voz tersa, con un vibrato doliente, extraordinaria en matices. Y quien no lo crea, que compruebe las mil maneras en que ella podía cantar “Ponme la mano aquí, Macorina”, una de sus canciones más célebres.
En un mundo de machos, ella quiso ser otra macha más. Poco tenía que ver con Lola Beltrán, la diva de las rancheras de entonces. Se quería parecer más a Pedro Infante y, especialmente, el gran José Alfredo Jiménez, compañero de parrandas de Chavela. Ambos se hundían en eternas madrugadas de tequila. Ambos fueron borrachos célebres.
En efecto, Chavela Vargas cantaba con pantalones y poncho. Como decía un amigo suyo, un tal Joaquín Sabina, en una canción que le dedicó, ella era “la dama de poncho rojo, pelo de plata y carne morena”.
Y pese a que era un secreto sabido por todos, la Chavela no salió del clóset sino hasta una edad muy avanzada, los 81 años. Para entonces, sus célebres romances habían quedado muy atrás en el tiempo. Porque en su lista no solo estaba Frida y la señora de Azcárraga, sino también Ava Gardner, a quien conoció en uno de los casamientos de Liz Taylor, adonde había sido invitada a interpretar unas canciones.
Si le hacemos caso a las anécdotas contadas por la propia Chavela, la actriz amaneció en sus brazos al otro día, probablemente después de varios brindis y otras tantas copas, pues la Gardner era otra célebre borracha.
Pero entre todas las vidas que vivió Chavela Vargas, la más oscura fue la que siguió a esos años gloriosos, hundida en el alcoholismo y el anonimato. “Sobre las espaldas llevo un cargamento de recuerdos”, le confesó a diario El País en 2009. Y hablaba de esos años dolorosos.
“Tengo muy buena memoria. Cosas que no se me olvidan, cosas que te puedo decir ahorita. No se me olvida que hubo una época en que fui borracha. Bebía mucho, y un día dije: -Me voy a morir. O me muero o me compongo. Tengo que definirlo yo. Y dije: -Pues dejo de beber. Y le dije a la criada: -Dame la última copa, y ella dijo: ‘Ah, qué barbaridad’”, contaba.
Pero hay otra versión, y es la que contó Alicia Pérez Duarte, su compañera de aquél entonces. Según ella, Chavela dejó el alcohol después del ultimátum que le dio, cuando la vio enseñándole a su hijo de ocho años cómo matar arañas a balazos.
Dicen que fue en el bar El Hábito, mítico reducto contracultural del DF que funcionó de 1990 al 2000, donde las hermanas Marcela y Jesusa Rodríguez (esposa de Liliana Felipe y actual senadora por Morena) redescubrieron a la Chavela. Le dieron todo el escenario para que cantara y un día, entre los muchos que corrían incrédulos a verla, la reconoció un productor español que la llevó a cantar a ese país. Hasta ese entonces, muchos ya la creían muerta.
La historia que sigue es la más conocida. Es la época de Chavela cantando en películas de Almodóvar. Es la musa de Sabina. Es la que volvió con un aire de leyenda, como resucitada, a las salas más importantes del mundo, desde el Olympia de París al Carnegie Hall de Nueva York.
Un día llegó incluso al Palacio de Bellas Artes de México, que es donde se consagran los cantantes mexicanos. El alcohol había macerado sus cuerdas vocales, que sonaban desgarradas. Una curiosa entonación: su voz estaba vieja, pero más doliente y hermosa que nunca.
Los últimos años los vivió en Tepoztlán, donde podía ver desde su casa el cerro Chalchitépetl. El día del Apocalipsis, dice una leyenda antigua, en la cumbre de ese cerro se abrirán las puertas del cielo, y solo sobrevivirán los que sepan llegar a tiempo y cruzarlas. Chavela Vargas dejó encargado que, después de que la cremaran, la tiraran ahí. Habrá querido estar cerca, por las dudas.