Chandler no está muerto

El gran escritor de policiales revive en la obra “La rubia de ojos negros”, en la que Benjamin Black se disfraza de Chandler y se hace con su estilo y sus personajes. De esta manera, el detective Marlowe vuelve a la acción, en una trama subyugante. Las gr

Chandler no está muerto
Chandler no está muerto

Desde un punto de vista psiquiátrico, se podría decir que John Banville tiene problemas de personalidad. Hace unos 8 años, el escritor irlandés decidió que para curarse de lo lento que era como escritor se crearía un alter ego, Benjamin Black, que se especializaría en novelas policiales.

El experimento funcionó ya que desde entonces Black publica una novela por año mientras que a Banville completar un libro le puede llevar tres o cuatro mínimo.

Pero en 2014 la ecuación sumó un nuevo factor ya que Benjamin Black sacó una novela haciéndose pasar por Raymond Chandler, un escritor estadounidense que lleva medio siglo bajo tierra y fue el padre del policial moderno con su saga del detective Philip Marlowe.

“La rubia de ojos negros”, que acaba de ser publicada en español por Alfaguara, lleva la firma de Black pero retoma la historia de Marlowe justo después de lo ocurrido en “El largo adiós” (1953) y antes de “Playback” (1958), la novela que Chandler publicó un año antes de su muerte.

Este nuevo libro sobre Marlowe, firmado por Benjamin Black, comienza con el detective aburrido en su oficina hasta que se presenta una mujer hermosa y casada -la rubia del título- para encargarle que busque a uno de sus amantes, que ha desaparecido sin dejar rastro.

Antes de que ella salga de la oficina, en la novela quedan claras dos cosas: el detective está loco por ella y hay algo en la historia que ella contó que no cierra por ninguna parte.

La rubia de los ojos negros fue un encargo de los herederos de Chandler, una idea no del todo nueva. Cuando se cumplieron 30 años de su muerte, en 1989, la familia del novelista ya le había pedido al escritor de policiales Robert B. Parker que terminara Poodle Springs, la novela en la que Chandler trabajaba cuando se murió.

El principal problema de ese libro cuyo título podría traducirse como “Villa Caniche” era que los capítulos que Chandler dejo escritos eran un material confuso, poco inspirado y casi a contrapelo de lo que su solitario detective había representado en todos los libros anteriores: Marlowe se había casado con una rica heredera y vivía en un barrio de clase alta en las afueras de Los Angeles que había bautizado Poodle Springs por la cantidad de vecinas que se paseaban con caniches.

El héroe se había convertido en un macho alfa en decadencia que hablaba con amargura de su matrimonio con Linda Loring, bebía de más y ni siquiera le apostaba al adulterio o algo medianamente dinámico como para que fuese atractivo como personaje de ficción.

Parker, el responsable de revivir esa historia, hizo lo que pudo provocando el divorcio y devolviendo a Marlowe a su oficina de soltero para que resuelva un nuevo caso.

En ese sentido la primera buena decisión de Banville, o más bien de ese Benjamin Black al que él ha bautizado como su “gemelo oscuro”, fue descartar todo ese material y empezar justo después del final de “El largo adiós”, cuando parecía que Marlowe podía iniciar su primera relación estable con Linda Loring, la hermana de una mujer asesinada al principio de ese libro.

El desafío de transformarse en Chandler implicaba para Banville, entre otras cosas, repetir la operación que había relanzado su carrera como escritor (o al menos la que le amplió el público) unos años antes: acomodarse en un territorio nuevo.

Banville se inventó a Benjamin Black, su alter ego que escribe policiales, allá por 2006. Tenía 60 años y era visto como un autor refinado y respetado por la crítica (algo que, por cierto, Raymond Chandler siempre quiso pero jamás pudo lograr en vida).

Como Banville llevaba publicadas catorce novelas “serias” y acababa de ganar el Booker (máximo premio para un libro publicado en Gran Bretaña) por “El mar” (2005). Pero esos libros le exigían tres o cuatro años de escritura y Banville había caído bajo el embrujo de George Simenon.

El novelista irlandés había descubierto tarde al gran escritor de policiales belga, creador de la saga del comisario Jules Maigret y famoso por haber escrito unas doscientas novelas a lo largo de su vida.

La leyenda de Simenon dice que tardaba una semana en escribir una novela sobre el detective Maigret y esa velocidad legendaria lo fascinaba a Banville, que se planteó la posibilidad de crear su propia saga detectivesca y un seudónimo con el que firmarla.

Benjamin Black escribiría rapidísimo, con un vocabulario mucho más reducido, aprovechando los meses del verano para completar un libro y descansar de Banville: hasta ahora viene cumpliendo, ya que “La rubia de ojos negros” es su octava novela en ocho años.

En las entrevistas, Banville describe a Black como su “gemelo oscuro”, un hombre grandote como un oso y un poco lento y desagradable, que escribe novelas ambientadas en el Dublín de la década de 1950 protagonizadas por un médico forense llamado Quirke, que actúa como detective.

“Lo que me gusta de Quirke es que es un poco estúpido, al igual que todos nosotros. No se da cuenta de las cosas, se tropieza con las pistas, no sabe leer bien a la gente. Es demasiado lerdo para ser un Philip Marlowe. Pero eso es lo que adoro de él. Esa fragilidad humana y ese curioso y terco sentido del honor que a veces saca a relucir”, contó Banville en una entrevista con Paris Review, poco después de crear a su detective y mucho antes de imaginarse que justo a él le tocaría revivir a Marlowe.

Lo primero que se supo sobre el proyecto de reescribir a Chandler fue a fines de 2012, cuando se lo encargaron los herederos y Banville contó que pensaba inspirarse en los cuadros de Edward Hopper (esos cafés solitarios a última hora de la noche, esas mujeres con vestidos de colores demasiado reales para ser reales) para recrear el clima de época en el que debía transcurrir la novela.

En el epílogo de “La rubia de ojos negros” Banville (que vive en Irlanda) también cuenta que tuvo colaboradores que le contaron cómo es Los Ángeles y cómo pudo haber sido en los años 50. Pero la clave era encontrar ese tono Chandler tan particular.

Y leyendo las viejas novelas de Marlowe, Banville fue dando con pequeñas particularidades acerca de cómo construía sus frases su colega norteamericano. “Uno de esos trucos -le decía hace poco a un medio de Los Angeles- es que Chandler nunca dejaba una oración sola. Sus oraciones casi siempre tienen dos partes. Él decía, por ejemplo: 'Entré en la habitación, pero me hubiera convenido estar saliendo'”.

Como se contaba antes, “La rubia de ojos negros” empieza con Marlowe en su oficina, acordándose de lo deprimente que han sido todos sus últimos encargos, cuando de repente escucha “el sonido de unos tacos altos en el suelo de madera” y entra a su oficina una rubia con un aire burlón y unos ojos negros “profundos como un lago de montaña”.

Clare Cavendish le cuenta que está infelizmente casada, que es la hija de una mujer que ha construido un imperio de la perfumería a partir del extracto de rosa (la señora Langrishe, un irlandesa que parece un barril del que salen dos manos y dos patas: uno de los grandes secundarios del libro) y que está ahí porque necesita que busquen discretamente a Nico Peterson, un amigo de ella que ha desaparecido.

Apenas la clienta se va, Marlowe hace algunos llamados y descubre que Nico Peterson está muerto. Llama a su clienta sospechando que nada puede ser tan fácil y se entera de que lo estaba poniendo a prueba. Clare Cavendish sabía que Nico había muerto porque ella estaba la noche que salió borracho de un bar y lo atropelló un auto.

El problema es que algunas semanas después, durante una visita a San Francisco, la rica heredera vio desde arriba de su limusina a un hombre que indudablemente era el muerto.

A partir de ahí, el recorrido de “La rubia de ojos negros” tiene todos los ingredientes de una novela de Marlowe: hay visitas del detective a mansiones donde no es bienvenido; llamados al policía Bernie Ohls, su enemigo íntimo, que siempre terminan en insultos; varios encuentros con esa mujer fatal; alguna borrachera melancólica; paseos en limusinas de mafiosos que lo invitan a subir no muy amablemente; y un club nocturno, atendido por una galería de freaks que parecen sacados de las películas de Tod Browning, donde la lengua larga del detective lo terminará metiendo en problemas.

Si hay un lugar donde se ve la mano de Banville es en cierta mirada turística del paisaje: el escritor irlandés no se priva de un largo pasaje donde Marlowe visita un estudio de cine de la época dorada de Hollywood para entrevistar a una actriz de segunda que quizás sepa algo del galán prófugo, por ejemplo. O habla del jazz de ese tiempo pero algo suena distante o acartonado. Lo peorcito de un libro donde Marlowe vuelve a la vida en gran estado.

Todo héroe necesita su particularidad, algún tipo de súper poder o al menos -como ocurre en las mejores sagas policiales contemporáneas- un sentido retorcido de qué es la justicia.

Pero el gran hallazgo de Chandler al crear su héroe fue que más allá del perfil de rufián melancólico, lo que lo distingue es una particular forma de hablar.

Philip Marlowe es otro tipo duro de mitad del siglo XX, viviendo en una ciudad que describe como una gran cloaca, pero con la particularidad de que se expresa como Hamlet: habla un inglés rico, melodramático y lleno de giros poéticos como decir que uno de sus cajones “está lleno solamente del clima de California” o que alguien agarra un cigarrillo como “una trucha que muerde un anzuelo”.

El Marlowe de Benjamin Black es quizás un poquito más afectado al hablar que el de Chandler, pero el chiste sigue funcionando cuando lo escuchamos decir que alguien “parecía prestarte tanta atención como un gorila pelando una banana”.

Uno podría pensar que se le va un poco la mano cuando lo hace reflexionar sobre los enjambres de partículas microscópicas que acechan hasta en los materiales que creemos sólidos o en un largo devaneo filosófico -muy irlandés, como Banville- sobre por qué el primer trago de una cerveza es mejor que el segundo.

Pero, sin duda, Chandler habría aprobado esos giros. Por algo le dio a su detective un pasado universitario y hasta puso en su boca una elucubración sobre el amor, basada en la biología de los insectos, que está entre sus mejores líneas. “¿Sabía usted que los gusanos son hermafroditas y que cualquier gusano puede amar a cualquier otro gusano?”, decía el detective en ‘El largo adiós’.

Pero para hablar de lo que realmente está pasando en “La rubia de ojos negros”, que es una continuación del proceso de demolición de Marlowe que Chandler había empezado en los últimos libros que escribió, es necesario volver sobre algunas claves de las biografías del detective y de su creador.

Chandler nació en 1888 y fue un novelista tardío. Recién en 1933, después de una carrera como bancario y funcionario de petroleras que terminó en despido a los 45 años, apostó a convertirse en escritor desde un género que por entonces era marginal pero tenía una ventaja: aún en plena época de Depresión sobrevivía una red de revistas impresas en papel barato conocidas como pulps (Black Mask era la más famosa, pero no la única) que le permitían a un autor ganarse la vida a condición de llenar una cierta cantidad de páginas por semana con historias policiales truculentas.

Chandler pasó seis años en esa especie de categoría de ascenso y recién cuando encontró al hombre de su vida, el detective Marlowe, dio el salto a la novela con “El sueño eterno” (1939).

Marlowe fue a partir de entonces el protagonista de casi todos sus relatos y novelas. Un tipo con dos principios básicos: no permite que nadie le diga cuando debe abandonar un caso, ni siquiera sus clientes; tampoco se ocupa de investigar historias de adulterio para maridos o mujeres celosas.

Con el paso de los libros, Chandler fue armando la biografía de este detective como se averigua la de un ser querido pero reacio a hablar: de a tirones.

Sabemos que los padres de Marlowe murieron y no le queda familia, que vive en la casa de una anciana que se la alquila amueblada para que se la cuide y casi no tiene pertenencias más allá de unos cuantos trajes, su arma, una cafetera y un tablero de ajedrez en la que juega partidas contra sí mismo.

También que le gusta comer bifes gigantescos y tomar un cóctel llamado gimlet cuando esquiva el whisky. Y que guarda durante años, en la heladera de su casa, dos botellas de champán: esas que abre la noche en que se acuesta con Linda Loring, la chica que conoce en El largo adiós.

Pero como toda relación, con los años la de Chandler y Marlowe entró en crisis. En una entrevista que Ian Fleming le hizo al novelista norteamericano unos meses antes de su muerte, Chandler reconoció que si matase a Marlowe se le resolverían un montón de problemas. “Para empezar, no tendría que escribir más libros sobre él”, dijo.

El problema de Chandler se convirtió en el problema Marlowe (cansado de si mismo, pensando en si no lo esperará otra vida menos triste o solitaria) a partir de esa obra maestra que fue “El largo adiós”: novela que Chandler escribió en uno de los peores momentos de su vida, con una carrera en cine que había fracasado, con su esposa agonizando tras una larga enfermedad y con el diablo que siempre esperaba al final de las botellas vacías (los biógrafos de Chandler aseguran que eran muchas y no de agua).

Esa decadencia fogoneada por el hartazgo del autor, sin embargo, también tenía que ver con la evolución del personaje dentro de lo que marcaba el género de policial negro.

La literatura de detectives había roto con la tradición del policial de enigma inglés (Agatha Christie, etcétera) para crear más o menos desde la década del 20 y 30 el que quizás sea el segundo género literario norteamericano: el primero había sido el Western y se ha escrito muchísimo sobre cómo la figura del cowboy, cuando el mundo civilizado -que en el Oeste representaban los trenes o los alambrados- termina por imponerse, de alguna forma da lugar a la del detective privado del siglo XX.

Las diferencias entre una y otra figura son muchas. Una central es que los vaqueros eran nómades que terminaban las novelas alejándose hacia el horizonte en busca de algo nuevo, mientras que para los detectives la aventura se suele cerrar con ellos volviendo a su habitación vacía o a una oficina donde esperar el siguiente encargo: el mundo del policial negro es por eso, esencialmente, un mundo circular, sin salida ni horizonte hacia el cual alejarse.

La idea de una nueva vida, de una salida, sin embargo, se le aparece a Marlowe en El largo adiós gracias a un ingenioso juego de espejos entre el detective y un secundario de lujo como Terry Lennox, un sobreviviente de la segunda guerra mundial al que una enorme cicatriz en el rostro no le impide conquistar a cualquier mujer y también seducir a hombres.

Lennox es probablemente lo más parecido que Marlowe tuvo a un amigo. También la única persona capaz de romperle el corazón al detective más duro de Hollywood con una traición que consistió en hacerle creer que había muerto cuando en realidad se había inventado una nueva vida en México.

Lo interesante de Lennox es que al escaparse de la vida que tenía en Los Angeles, someterse a una cirugía para cambiar de cara y ponerse otro nombre, se convirtió para Marlowe en la prueba viviente de que la mitología del Salvaje Oeste aún no había muerto del todo: si todavía quedaban hombres como él, capaces de abandonarlo todo y reinventarse, quizás no hacía falta sucumbir a las tentaciones del señor dinero, de un empleo fijo o peor aún, del matrimonio y la vida doméstica.

“La rubia de los ojos negros” ocurre justo después de que una rica heredera (Linda Loring) se entregue a los encantos de Marlowe en “El largo adiós” y justo antes “Playback”, donde le pide casamiento. Por eso, la música de fondo que suena en esta historia en la que Marlowe tiene que buscar a un hombre que ha fingido su propia muerte es la de la mejor novela de Chandler.

Y el personaje que sobrevuela la trama como un fantasma, apareciendo en la cabeza del detective como un eco neurótico, es la de ese rufián que se atrevió a dar el salto que el detective no se atreve: Terry Lennox.

Lo que hace Banville (el mismo Banville que en sus entrevistas habla sobre la mortalidad como un gran castigo, porque te obliga a irte antes de esa fiesta maravillosa que -según él- es la vida) es poner en boca de su gemelo oscuro (Benjamin Black) la mirada propia del género negro frente al dilema Marlowe.

En resumen, esa idea de que si algo estaba más o menos bien en el mundo, que si había alguna esperanza de que en algún lugar existe algo bueno o parecido a la libertad, entonces el único devenir posible es que ese lugar se pudra y los personajes que lo habitan rápidamente se corrompan.

En “La rubia de ojos negros” Chandler vuelve a la vida con pasajes que incluyen larguísimas sesiones de tortura y algún cadáver machacado hasta más allá de lo que permitían los gustos de ese caballero etílico. Pero lo cierto es que el horror verdadero está en la senda que Chandler parecía anunciar en sus últimos libros, en la evolución de ese secundario llamado Lennox y en ver cómo la posible salida de emergencia se le va cerrando al pobre Philip Marlowe.

“Ha sido tremendamente divertido, pero no repetiré la experiencia”, dijo por estos días Banville. O más bien Benjamin Black. O quizás fuera el mismísimo Chandler, hablando desde adentro de su ataúd de pino, diciendo que una ronda más de Marlowe es suficiente: sería demasiado cruel contar el final de ese gran detective, por ahora basta con seguir sugiriendo que está metido en un túnel sin salida.

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