Chamonix, junto a los techos de Europa

Lindera al Mont Blanc, el pico más alto del viejo continente, esta elegante aldea de montaña se ve requerida todo el año. Caminatas en verano y esquí en invierno, con los espectaculares Alpes marcando la coyuntura.

Chamonix, junto a los techos de Europa
Chamonix, junto a los techos de Europa

La dicotomía invierno-verano no le mueve un pelo a Chamonix, que a los dos perfiles abraza. Cuando el clima está manso, las ardillas corretean por los árboles de cara a una naturaleza majestuosa; y cuando le viene lo de las tempestades, el terreno repleto de bosques y laderas se cubre de mantos blancos. El primer escenario dibuja una sonrisa a los que anhelan explorar cientos de senderos generosos en follaje y panorámicas alpinas, bañarse en los ríos cristalinos, encandilarse con el sol que centellea en los glaciares.

El segundo, premia a los amantes de la nieve y el esquí, de los guantes y los muñecos de nariz de zanahoria, del humo saliendo por la chimenea al son de un chocolate caliente. Todo, coronado por la presencia arrebatadora e implacable del Mont Blanc, el pico más alto de Europa que justo al lado del frío o del calor, hincha el pecho, sabedor de las maravillas que acicalan su patio.

Al centro oeste de Francia, plena Alta Saboya, y a tiro de piedra de las fronteras con Suiza e Italia, Chamonix se acomoda en el corazón de un valle angosto y extenso con el que comparte nombre y primores. Un lujito la aldea, de plano amplio y muy abierto al cielo (rara avis en el diagrama del viejo continente), con calles adoquinadas que van custodiadas con argumentos de la arquitectura del Art Decó y la belle époque francesa.

Ejemplo de ello son varios de los hoteles y la estación de trenes, que se suman al estilo montañés  de las casitas en piedra vecinas al Río Arve; la pequeña iglesia, y los espacios públicos como la Place d´Aspen. Habita en la atmósfera cierto aroma a aristocracia del pasado, hoy mezclada con los semblantes clase media de la mayoría de sus 10 mil pobladores.

Pero a no encariñarse tanto con el cuadro urbano, que lo que encanta de verdad está a los costados. Abalanzándose, porque las pendientes prácticamente asaltan al centro, a uno y otro flanco, en sugestiva verticalidad. Entonces, hay que hacerle caso al dedo de bronce de Jacques Balmat, el primer hombre en conquistar la cúspide del Mont Blanc, y que por ello tiene su estatua. Apunta al sur este el índice, a las canas eternas que rematan el gigante.

Una postal gloriosa la que arrojan los casi 5.000 metros de altura acompañados del Mont Maudit, del Dome Du Gouter, del Grannde Jorasses, por sólo nombrar a algunos colegas. Antes de avanzar, toca volver a mirar a Balmat. Un pionero cuya hazaña (realizada en 1786), buscan emular miles de escaladores venidos de los cinco continentes, convirtiendo a Chamonix en un referente mundial del alpinismo.

Mejores aún son las vistas que regala el Aiguille du Midi. A su cima de 3.850 metros se puede acceder teleférico mediante (el más alto del continente), en 20 minutos. Qué decir de las panorámicas en 360 grados que convidan desde arriba. Al lado el Mont Blanc, al frente el Brevent (el techo de la cadena occidental) abajo Chamonix y las villas circundantes,acá Italia, allá Suiza, Alpes por doquier, y el cielo diáfano.

Múltiples circuitos

Con paraíso de testigo, el viajero sale a caminar el valle. Las opciones son múltiples, gracias a casi 350 kilómetros de senderos y alrededor de 150 itinerarios para disfrutar (de horas, días y hasta semanas de duración). De tanto manosear el mapa, el instinto se decide por el noreste. Surcando las laderas occidentales, los pies suben. Impresionantes son las imágenes, con la cadena oriental dispuesta para el goce, y los delirios que marchan por la mente.

Desde el balcón natural se aprecia el Mont Blanc (insistente), el cúmulo de cerros, los glaciares de Mer de Glace (en francés “Mar de Hielo”) y de Les Bossons. Entre ascensos y descensos, y algún alce escondido, cruzan bosques de pinos y abetos. Pero a más de 2.500 metros de altura (Chamonix está a 1.100), la vegetación desaparece para dar lugar a lo inmaculado de la nieve.

Nuevamente abajo, el río diáfano y tempestuoso atraviesa otros poblados (destacan Argentiere y su glaciar a mitad de camino, y Vallorcine casi al final). En lo auténtico de la aventura, sirve charlar con los campesinos, mugir con las vacas que decoran las praderas, sentarse en una “lechería” a saborear los productos lácteos de la zona tal como ayer. O patear el tablero, echarse al pasto preñado de flores amarillas e improvisar un pic nic a base de vino (¿Un rousette de Saboya quizá?), baguette y quesos regionales (un Beaufort, un Tomme, un Emmental). La mirada irá en dirección a los Alpes, con Suiza, Heidi y el abuelito a la vuelta de la esquina.

Muy francés, pero no tanto

Bajan los aires afrancesados por las quebradas, dando ambiente refinado a Chamonix y al valle entero. Con todo, la influencia de la nación gala está algo erosionada en estos lares. En principio, porque Saboya siempre fue una región culturalmente independiente del resto del país, con su propia historia y sus propias tradiciones. También estimula la coyuntura el meneo turístico, que ha llenado la localidad de visitantes provenientes de toda Europa (fuerte presencia de ingleses y alemanes), y de otras latitudes, muchos de los cuales resolvieron echar raíces.

Así, es normal que se escuchen tantos “yes” como “oui”, y tantos “danke” como “merci”. Los idiomas extranjeros deambulan por los cafetines, por las calles bien pertrechadas de negocios que venden y alquilan material para camping y para el abundante porfolio de deportes extremos que se practican en los alrededores, entre ellos  escalada, rafting, tirolesa y parapente.

Sin embargo, las actividades más populares siguen estando emparentadas con la nieve. Basta con ver los mapas de pistas para darse cuenta el éxito que tienen las disciplinas invernales. Una  usanza que ya definía los rasgos de la zona en 1924, año en que Chamonix albergó los primeros Juegos Olímpicos de Invierno de la historia.

“Perdón, no hablo francés”, se disculpa de antemano Emma, la encargada de un hostal ubicado en las afueras del pueblo, donde el favor de la naturaleza es todavía más explícito. “Llegué hace como seis meses pensando en aprender la lengua pero con la cantidad de británicos viviendo y de turistas de todas partes paseando, es inevitable que una termine hablando inglés”. Rodeada de campo y montañas, dice que vino a hacer snowboard y disfrutar de los paisajes, “porque me parecen increíbles”. Seguro Emma, ¿a quién no?

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