Con la crisis catalana del 1-O parece abrirse paso en España, bien que con cierta timidez, un debate completamente inédito, y creemos muy necesario, acerca de la ilegalización (o no) de los partidos políticos separatistas. Los llamados "consensos" de la transición, en su momento, inmunizaron a unas "asociaciones políticas" que, a pesar de su naturaleza separatista (explicitada formalmente en sus programas), han gozado no ya solo de tolerancia y protección, sino incluso de prestigio en cuanto que sirvieron para muchos de prueba de "madurez", esta fue su coartada, para la al parecer "joven" democracia española.
De este modo, bajo el dogma, de manga ancha, de que "en democracia todo es defendible", los grupos separatistas se han infiltrado en las instituciones democráticas españolas y han conseguido inocular, sin obstáculo, su ideología en el propio ordenamiento jurídico (estatutos, leyes de normalización lingüística, conciertos económicos, etc). Es más, el mismo Estado de las Autonomías es, en buena medida, una concesión en favor del nacionalismo separatista para, buscando su "encaje" o acomodación, rebajar sus aspiraciones.
El resultado, ya que estas aspiraciones separatistas no han cesado ni un milímetro, es que las instituciones autonómicas se han convertido, como pone en evidencia el llamado "procés", en mecanismos que el separatismo utiliza sistemáticamente para hacer palanca, y consumar así sus fines fraccionarios, disolventes de la nación española.
Porque, en efecto, se da el caso, singular en España, de la existencia de formaciones políticas que, con asiento en las Cortes, ejercen la representación de una soberanía nacional, la española, cuya legitimidad, sin embargo, estas mismas formaciones no reconocen. Este fenómeno contradictorio, absurdo (grupos separatistas que representan una "voluntad popular" cuya integridad buscan destruir), solo es sostenible bajo la ficción jurídica de considerar a esas formaciones como "partidos políticos", cuando por su naturaleza separatista no lo son ni pueden serlo (serán más bien "grupos de interés" o "de presión", o incluso "bandas facciosas", pero no partidos políticos).
Fenómeno reciente
La llamada constitucionalización de los partidos políticos es un fenómeno reciente, que ha venido produciéndose con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, y no antes, en los países europeos occidentales. En España el derecho de asociación política, es decir, el derecho de poder formar partidos políticos (prohibido durante el franquismo), va a quedar regulado por la Ley del 14 de junio de 1976, en la que se afirma, respecto a la licitud de sus fines, que "las asociaciones políticas deben contribuir democráticamente a la determinación de la política nacional, así como a la formación de la voluntad política de los ciudadanos y, por último, a promover su participación en las instituciones de carácter político".
Esta idea, el partido político como manifestación de una parte de la voluntad popular (en donde reside la soberanía), se consagrará por fin en España a través de ese artículo 6 de la Constitución del 78, y su ulterior desarrollo jurídico (Ley 54/1978 de Partidos Políticos y Ley Orgánica 6/2002, de Partidos Políticos, además de otras disposiciones legales relacionadas como la Ley Electoral, etc.).
La cuestión es que en esa ley del año 76, aprobada por el gobierno de Suárez de cara a las elecciones del 77 (las primeras tras el franquismo), se preveía la posibilidad de la suspensión de tales asociaciones políticas si estas desarrollaban actividades que persiguieran fines "ilícitos". En este sentido el Código Penal de 1973 contemplaba como "asociaciones ilícitas", en el artículo 172, aquellas que tuvieran por objeto, entre otros fines, "el ataque por cualquier medio a la soberanía, a la unidad e independencia de la patria, a la integridad de su territorio o a la seguridad nacional". El caso es que en sucesivas reformas del Código Penal (Ley Orgánica 4/1980, y Ley Orgánica 8/1983) se van retirando sotovoce estos supuestos, dando así vía libre a que los grupos separatistas actúen sin que se les pueda declarar como "asociaciones ilícitas".
Dicho rápidamente: la amenaza contra la soberanía nacional se ha despenalizado, lo que ha permitido que bandas facciosas y sediciosas queden dignificadas como "partidos políticos" cuando ni lo son, ni pueden serlo.
Quien defiende la licitud de estas formaciones suele argumentar que no se debe promover su disolución, sino que se les debe dejar actuar "mientras no atenten contra la Constitución": no hay que castigar la "idea" separatista, pero sí su "acción" delictiva (y ya no digamos criminal).
Una distinción capciosa entre "idea" y "acción", que por cierto se recoge también tal cual en el ordenamiento jurídico, y que da oxígeno a la acción institucional separatista.
Ahora bien, ¿es que acaso un programa como el que gira en torno a estos grupos abiertamente separatistas, con un plan de acción orientado formalmente a la descomposición del Estado no es ya en sí mismo una amenaza?, ¿y es que acaso una amenaza, no es una "acción"?, ¿es que amenazar no es actuar? En otros contextos, la mera amenaza, como no puede ser de otra manera, por ejemplo la amenaza de muerte, sí está contemplada como delito (art. 169-171 del Código Penal español), aunque tal amenaza después no se llegue a consumar (quedándose en mera "idea").
Labor de zapa
Pues bien, amparado bajo este manto jurídico ad hoc, el separatismo lleva años infiltrado en las instituciones realizando esa labor de zapa, de erosión institucional (en plenos municipales, autonómicos; en organismo administrativos, en escuelas, en hospitales, etc.), utilizando al Estado autonómico como mecanismo para buscar la ruina del propio Estado que, absurdamente, les da cobijo. Parlamentos regionales y gobiernos regionales son instrumentos institucionales, muy poderosos, que permiten a estos grupos, una vez despenalizados sus fines separatistas, actuar sin obstáculo para destruir el Estado.
En este punto, la disyuntiva entre estas facciones y el Estado es una disyuntiva fuerte, y sería bueno que, como españoles, lo entendiésemos lo antes posible: o triunfa el Estado, o triunfa la sedición (tercero excluido). O el Estado manda a la ilegalidad a esas facciones, o será el Estado el que desaparezca.
(*) Autor de “1492, España contra sus fantasmas”, “Guerra y paz en el Quijote” y “Hermes católico”.