El centenario de William Burroughs: "Vivo dentro de mi cabeza”

Es uno de los héroes de la contracultura y pionero en la experimentación del lenguaje y las formas narrativas. No es exagerado aventurar que Burroughs es uno de los artistas más mordaces e innovadores del siglo XX. Reportaje exclusivo con los autores de u

El centenario de William Burroughs: "Vivo dentro de mi cabeza”

Norman Mailer alguna vez lo aclamó como “el único novelista estadounidense que vive hoy al que es concebible adjudicarle estar poseído por el genio”. El 5 de febrero hubiera cumplido 100 años ese hombre atrapado dentro de un genio, animador de la Generación Beat. Por los caprichos del calendario, este es su año, con la salida de libros, muestras y homenajes.

“Para mí los artistas son los verdaderos artífices del cambio y no los legisladores ni políticos, que implementan el cambio después que ya están hechos”, dijo William Burroughs. Pero mi frase preferida es aquella que respondió a la pregunta de dónde vivía.

“Vivo dentro de mi cabeza”, contestó. Y acaso sirva para explicar la construcción de mundos, paralelos, a veces concomitante con algún plano de realidad. Su cabeza se anticipó al latiguillo importado: “open mind”. Su experimentación, en lo mental y físico, ampliaron su percepción y apreciación dentro de un mundo que, claramente, estaba en su cabeza.

Fue novelista, ensayista, crítico social, pintor y artista. Gran parte de su producción es medianamente biográfica, elaborada en buena parte por sus experiencias con opiáceos (“cualquier cosa que pueda hacerse químicamente se puede realizar por otros medios”), una condición que marcó sus últimos cuarenta años.

A fuerza de no entenderlo demasiado lo consideraron como autor de vanguardia. Lo cierto es que su escritura y actitud influyeron en la cultura popular hasta ser un beat en la historia, más allá de lo estrictamente literario. Pareció más que honorable que en 1984  fuera elegido miembro de la Academia Americana y el Instituto de Artes y Letras. En su epitafio resulta más simple que nunca: “american writer”.

Su obra cumbre, “El almuerzo desnudo” (The naked lunch), se publicó en 1959. Era una América en que Fidel Castro entraba por primera vez en EE. UU. La Guerra Fría los entretenía a todos. Algunos, como el Dalai Lama, huían de Lhasa ante la usurpación de la nueva China comunista. Eisenhower era el gran héroe de la segunda guerra mundial, al frente de la máxima potencia. Era un mundo extraño, bipolar. Y el negocio de la guerra, como siempre, entre los más rentables.

En aquel contexto apareció Burroughs con “El almuerzo desnudo”, novela que hasta el día retumba como voz delirante, entre la perplejidad y el absurdo, al paroxismo. No era para menos, si se lo piensa bien. En el texto, un inocultable Burroughs se llama William Lee. Y la trama se centra en un viaje iniciático y luego abismal descenso al mundo de los estimulantes. Pero no sería justo dejarlo simplemente ahí. El autor no recuerda muy bien cuándo ni cómo la escribió.

Este texto es inolvidable, pese a haber debutado con acusaciones de obsceno. Tampoco faltaron las persecuciones y las condenas en su país. Y es un libro por momentos tan confuso y sórdido, que ni siquiera la adaptación al cine por David Cronemberg salió muy ilesa. Recién en 1962 se publicaría en parte de EE.UU. El debut sucedió en Paris, mediante la editorial Olympia Press.

Cinco años antes de editarla Burroughs vivía en Tánger, seducido por el Marruecos más ancestral, convertido en Meca de adictos a sustancias innumerables. La leyenda cuenta que pasó su último allí sin bañarse ni cambiar su ropa. Saltaría a Londres, para someterse a un proceso de rehabilitación con apomorfina, derivado de la morfina.

“El almuerzo desnudo” le debe, y mucho, a la insistencia de los amigos del escritor, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, quienes lo visitaron en Tánger en 1957. Pese al estado calamitoso, la producción no cesaba y amontonaba papeles, casi sin ninguna clasificación.

Ginsberg y Kerouac olieron una historia y lo ayudaron a mecanografiar, editar y organizar los episodios de la novela. Las más de dos decenas de situaciones transcurren en zonas marginales de Chicago, New York, México (allí donde el escritor cargó mortalmente a su mujer, en un accidente), y también en Tánger. Al clima perturbador de lo que sería la cocina del infierno, se le agregan toques de homosexualidad descarnada.

En este texto Burroughs comenzaría una búsqueda dentro del lenguaje y las formas narrativas. Edificó un collage, al estilo del copy paste tan usual en varias disciplinas artísticas del mundo contemporáneo. Pero todo más bien parece salido de las entrañas. Y si el estilo es eso que nos diferencia entre unos y otros, pues bien, el de esta gloria americana quizá haya sido tan espontáneo como irrevocable.

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