Hay un axioma extendido entre los protagonistas, tanto principales como secundarios, de la década del 80. “Si te acordás es porque no los viviste”, cancherean unos u otros con la jactancia de los sobrevivientes, en una admisión tácita del desenfreno que alcanzó la vida noctámbula de la época. En rigor, los primeros años de la democracia motivaron un ejercicio de la libertad y una adopción del riesgo como impulso que, más allá del tendal de excesos, inocularon una nueva forma de percepción de la cultura, aligerándole su lastre de pesadumbre y represión. Desde los márgenes o incluso desde el altar de la adhesión popular, músicos, activistas, actores y artistas plásticos se dedicaron a desacartonar los fundamentos del lenguaje y a crear, si les daba el cuero, uno propio. Todos ellos, juntos o por separado, generaron una escena lúdica e inconformista cuya influencia aún gravita en escenarios de todo el país.
Entre galerías, bares y sótanos desperdigados por la urbe, uno de los centros de gravedad del fenómeno fue Cemento, una discoteca del barrio de Monserrat que derivó en santuario de iniciación y, por el mismo precio, escenario de validación del rock argentino. Desde su apertura en 1985, en su escenario se empezaron a comer el mundo bandas como Los Redonditos de Ricota, Sumo, Los Ratones Paranoicos, Attaque 77 y otras decenas de exponentes que a su sombra fueron catapultados por aquella atmósfera de euforia.
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Así eran las locas noches de Cemento.