En la Europa de fines del siglo XVIII -y desde principios de la Edad Media- lo usual era sepultar intramuros a quienes dejaban este mundo. Generalmente se destinaba para esto a iglesias, hospitales o conventos.
Las distancias sociales lo representaban de modo concreto: mientras mayor jerarquía poseía el muerto se encontraba más próximo al altar, incluso debajo. Mientras tanto, la gente más humilde se agolpaba en los patios, jardines o en nichos ubicados en las mismas paredes del edificio.
Así, las tumbas actuaban como certificado póstumo del espacio social asignado. En el siglo IV, San Efrén hace referencia a dicha costumbre, sintiéndose lejano a merecer un buen trato por la posteridad: “Si alguno se atreviere, con falsas razones, a enterrarme debajo del altar, que jamás consiga ver el altar celestial. No es decente que un gusano (...) esté en el templo y su santuario; pero ni en otra parte de la iglesia permitáis que se me dé sepultura”.
Sin embargo, muy pocos compartían el anhelo del ilustre santo y la demanda de suelo sagrado llegó a tal punto que se realizaron enterramientos hasta en los cuartos de los conventos. Muertos y vivos cohabitaban en el corazón de las ciudades.
España seguía el ritmo de Europa. Esta situación impulsó al rey Carlos III a restringir, en 1787, los enterramientos en templos. Sólo podrían ocupar ese espacio los santos y el resto utilizaría cementerios a construir fuera de las ciudades. La resistencia fue inmensa.
Todo este mecanismo se replicó en América de modo más lento. En nuestro territorio el primer intento de cementerio extramuros fue establecido por la Asamblea del Año XIII, que replicó muchas de las normativas españolas. No fue exitoso. Los protestantes fundaron entonces un cementerio en
Buenos Aires y ese mismo año (1821) se creó el de la Recoleta, bajo una iniciativa de Bernardino Rivadavia.
Ocho años más tarde, adhiriendo a esta nueva tendencia, se decidió la creación del Cementerio General de Mendoza. También se prohibieron los enterramientos intramuros y se estableció legalmente un trato igualitario a los occisos, aunque en los hechos no sucedió.
La Iglesia Católica, preocupada por la pérdida de poder, frenó la construcción del Cementerio. El mismo recién se concretó en 1846, casi dos décadas más tarde. Hasta entonces las personas siguieron enterrándose en las iglesias y capillas, convirtiendo las misas en insalubres.
Un tránsito conflictivo hacia la última morada
El primero en recibir sepultura en el flamante Panteón fue un niño; simultáneamente se trasladaron los cuerpos de quienes estaban en las parroquias.
Esta acción fue común. Quedó retratada por un visitante inglés de apellido Love, cuando pudo observarlo en Buenos Aires, hacia 1824: “Los muertos son enterrados dentro de las veinticuatro horas, precaución necesaria en un país de clima cálido. Los cementerios están repletos y ahora se llevan los cadáveres al Cementerio Nuevo, en la Recoleta, y se trasladan allí desde los cementerios de las iglesias, con lo que se producen escenas de confusión, en que madres, esposos y esposas prorrumpen en gritos al reconocer los cuerpos de quienes ya no esperaban volver a ver en este mundo”.
En esta situación, las familias de abolengo hacían todo lo posible por eludir las nuevas normas. Por ejemplo, el gobernador Pedro Pascual Segura fue sepultado en un templo en 1865, a pesar de haberlo prohibido rotundamente durante su mandato.
Continuar con la tradición de origen medieval era visto como un privilegio al que accedían muy pocos. Quienes “se resignaban” a dejar sus restos en el nuevo espacio, lo hicieron asegurándose de marcar una diferencia: en Mendoza las tumbas de la clase alta eran custodiadas por la policía, además existía un carro fúnebre para ricos y otro para pobres.
Cuando pase el temblor
El terremoto que en 1861 hizo prácticamente desaparecer a Mendoza destruyó también su necrópolis.
La desolación y desesperación se plasmaron en las palabras de Joaquín Villanueva, al solicitar una serie de medidas para evitar que los perros arrastraran hacia la calle los cadáveres tras extraerlos de las tumbas.
La reconstrucción de la ciudad implicó una reorganización. En este marco, y con la creación del departamento de Las Heras, el cementerio capitalino dejó de pertenecer a la ciudad, quedando bajo jurisdicción lasherina.
Mientras tanto desde Buenos Aires llegaban nuevas normativas. El presidente Bartolomé Mitre decidió secularizar los cementerios a través de un decreto. Hasta entonces solo podía sepultarse -en la mayoría de los cementerios- a los católicos, de acuerdo a las reglas de los mismos. Así, además de los que no profesaban esta fe, quedaban afuera los suicidas, los duelistas, los concubinos, etcétera.
De modo desafiante el documento presidencial señalaba que “es un derecho y más que un derecho un deber de la potestad civil defender y proteger a los ciudadanos de los avances de la autoridad eclesiástica”.
Los obispos protestaron y la Iglesia se puso en pie de guerra, también en Mendoza. La combatividad eclesiástica tocó fondo cuando en Santa Fe un periodista protestante fue desenterrado por un sacerdote y arrojado fuera del cementerio. A través de una circular, Mitre pidió ayuda a los gobernadores para acabar con este tipo de episodios.
En 1910 se compraron numerosas hectáreas para ampliar el Panteón mendocino por excelencia y desde entonces su belleza arquitectónica afloró, según los estudios realizados por Ariel y Fabián Sevilla.
La palabra cementerio viene del griego koimetérion, cuyo significado es dormitorio. Esta elección responde a que, para los cristianos, los cuerpos duermen en dicho espacio hasta el día de la resurrección.
En cierta forma el pasado de Mendoza descansa inerte detrás de sus muros. Atravesarlo es encontrarnos con el refugio que dimos a las generaciones precedentes, a aquellos que abrieron los caminos que hoy transitamos. En definitiva, conocer su historia es conocernos un poco más.